Viajar despacio, por Jesús Torbado

Cuando las agencias de viajes intentan conducir a sus clientes a matacaballo, mucha gente que va aprendiendo a viajar y lo hace por su cuenta ha descubierto las glorias de hacerlo despacio.

Viajar despacio, por Jesús Torbado
Viajar despacio, por Jesús Torbado

Desde hace al menos cuarenta años, cuando la ciudad se convirtió de súbito en acogedor albergue de nómadas y fugitivos del hippismo euroamericano, la mayoría de viajeros de alma abierta está de acuerdo en que Estambul es una de las ciudades más amables del mundo, además de muy hermosa. Y ello al margen de películas demagógicas, de tormentas políticas, de furias religiosas y otros desmanes de la sociedad contemporánea; incluso de una historia llena de crímenes.

Su gente es en general afectuosa, abierta, muy educada; ningún comerciante del mundo puede superar en habilidad, ingenio y cortesía a cualquiera de los que trajinan en los mil bazares que se enredan en la antigua Bizancio. Es cierto que en las cuatro décadas transcurridas entre la primera y la última visita de este cronista ha perdido parte de su exótico encanto, de aquel pintoresquismo oriental-otomano que tanto atrajo en la primera mitad del siglo pasado; la inexorable modernidad arrasa con todo, y Estambul muestra también hoy heridas de su garra fi era, aunque mantenga encantos sobrados como para seguir siendo uno de los grandes destinos viajeros de Europa, aun ya sin el Orient Express legendario.

Quizá más con ganas de comprar -aunque los precios van subiendo, subiendo- que con interés por recorrer mezquitas (hay 212 sólo en la colina medular), miles de españoles se ven y oyen por todas partes, lo que confi rma la cantidad de ciudadanos turcos que hablan en un español más o menos. ¿Y cómo los reconocen tan prontamente: por la guía en castellano que llevan en la mano -pocos-, por su atuendo, por su lenguaje? " Porque camináis muy despacio ", contestaron varios en tres de los mejores bazares, el Grande, el Egipcio y el de alfombras situado a espaldas de Santa Sofía.

Gran elogio para los turistas españoles, aunque se les haya denostado tanto; gran elogio frente a las prisas, las brusquedades en el trato o el mirar a otra parte de tantos visitantes europeos. Con mucho tiempo o con ganas de entretenerse, en efecto muchos transeúntes iberos por Estambul paraban ante las lujosas y abarrotadas confi terías, trasteaban mercancías de toda imaginación, examinaban las fuentes de comida expuestas en los escaparates, no se negaban a la invitación al omnipresente vasito de té hirviendo, aun con el riesgo de comprar más de lo que se pretendía, de entrar en las tiendas/tabuco a charlar, en pararse en la calle y enhebrar ocho palabras risueñas... Muchas mujeres -cientos de ellas viajan por fi n sin compañía masculina- soñando tal vez con alguna "pasión turca " al estilo Gala; muchos hombres, sorprendidos por la cordialidad de quienes los abordaban en aceras o cafetines (nunca las chicas, por supuesto).

Si hoy las prisas son ingrediente esencial de la vida cotidiana, ya incluso en el tiempo dedicado al ocio y al descanso, lo que los actuales bizantinos han descubierto ahora en los españoles es un rayo de esperanza: que van despacio. En Italia se promociona desde hace unos años -con no demasiado éxito, la verdad- la slow food o comida lenta, frente a los pesebres alimentarios de urgencia que invaden las ciudades, incluso ya los pueblos; en todas partes suenan voces, no sólo médicas, reclamando sosiego, calma, paciencia, lentitud.

Cuando las agencias de viajes intentan conducir a sus clientes a matacaballo -si hoy es martes, esto es Bélgica; la vuelta al mundo en cinco días-, mucha gente que va aprendiendo a viajar y lo hace por su cuenta ha descubierto las glorias de hacerlo despacio. Para nada es buena la voracidad por abarcarlo todo en una mañana sin resuello, como por cierto proponen las "excursiones" que ofrecen los hoteles de Estambul.

Pues esta encantadora ciudad es precisamente escenario perfecto para caminar despacio, para mirar a todas partes y escuchar todas las voces. Aunque lo asalten a uno -pero siempre con educación, elegancia, incluso con buen humor- cien mil vendedores de alfombras.

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