Uniformes de verano por Jesús Torbado

La moda parece exigir desde hace unos veranos que la gente se presente en público como no se atrevería a paresentarse ni ante el espejo de su casa, arrastrando chanclas desvencijadas frente al bufé del superhotel cinco estrellas "todo incluido".

Ilustración: Guillermo del Olmo
Ilustración: Guillermo del Olmo

Después de tres o cuatro meses de avisos voluminosos y de invencibles tentaciones a doble página, de grandes alharacas y de alguna polémica rutinaria (las modelos anoréxicas, los varones maxifloridos), al fin están a nuestro lado los grandes efectos. Los resultados. El de la moda es un negocio tan atractivo, como bien se sabe, que incluso instituciones públicas más bien pobres y entecas le ofrecen millones en subvenciones y ayudas (dinero del contribuyente) para que las modelos sigan cobrando más que un Premio Nobel y los diseñadores, por zoquetes que sean, alardeen de yate y de avión privado. Un negocio tan grande o más que el del turismo.

Se unen brillantemente los dos sobre todo en verano, cada verano, y con alguna de las manifestaciones más patéticas y hediondas que hayan surcado las pasarelas. (La alusión a los malos olores se desvelará más abajo). Tal vez sea esta opinión de señor ya antiguo, acomodado a sus muchos años y a sus costumbres oxidadas. A la gente joven la cuestión no es que le traiga al pairo, es que le parecerá indigna de mención y de una furiosa incorrección sociopolítica, como si se criticara cualquier idea predicada por el nuevo régimen.

Pues resulta que la moda, entre sus mil tropelías, parece exigir desde hace unos cuantos veranos que la gente se presente en público como no se atrevería a presentarse ni ante el espejo de su propia casa. Arrastrando chanclas desvencijadas, vean a esos lustrosos personajes deambular frente al largo bufé del superhotel cinco estrellas todo incluido. Es la hora de la cena, la antigua hora socialmente respetable, y todavía a alguien le apetece una muestra de buena educación y de cortesía, como a esa acicalada pareja de viejos turistas británicos que se mira a los ojos por encima de sendos vasos de vino blanco. Mas la muchedumbre se mueve ataviada con pantaloncillos cortos de las más pintorescas combinaciones en color y hechura, mostrando muslos celulíticos o pelambrosos, cuando no fragmento de nalga y desbordamiento de estómago sobrealimentado; ataviados ellos con esas fantásticas camisetas que no retienen ya el olor a sobaquina porque apenas son cintillas de tejido sobre pecho y espalda, a veces bien sudadas con los restos de la piña colada o el calimocho, aunque lanzando siempre un mensaje publicitario; engalanadas ellas con esos portentosos sostenes incapacitados de reprimir los rellenos de silicona y menos los mismos sobacos, aunque en este caso generalmente depilados y desodorizados. Se ha visto incluso a alguna progresista madre cambiando los pañales del nene encima de la misma mesa sobre la que descansarán los platos de otros comensales.

Ni los jefes de sala, elegantísimos casi siempre, ni los sufridos camareros esclavizados dentro de los gloriosos uniformes de su multiempresa se atreverían por nada del mundo a establecer alguna ley de buena educación, alguna exigencia de pulcritud, de respeto a los demás (si ya alguno no brilla con los arreos de esa muchedumbre veraniega), un poco de higiene incluso. Sería como ofender al cliente o, lo que es incluso peor, nadar fuera de la gran pomada que engrasa las alegrías del verano.

Poco importa que se trate de un chiringuito arrabalero, de una tasca de cuneta, de una pensión de todo a cien. Incluso en restaurantes de postín, con tapicerías caras y menús que superan los cien euros, empiezan a verse ya los efectos de esa alegría vital que muestran los vacacionistas. Ciertamente es muy anticuado darse los buenos días en los ascensores, ceder el paso a otro, echar una mano al tullido, dejar medio metro de arena al que llega retrasado a la playa. El empuje de lo joven y de sus modas -las que se manifiestan estentóreamente en la televisión- arrasa cualquier pujo o cualquier pretendido sueño de mantener usos que siempre, y en todas las sociedades, se consideraron de buena ciudadanía.

Lo que ocurre en hoteles y restaurantes suele sufrirse también en aviones, a lo largo de diez o catorce horas de viaje que multiplican el espanto. Sin que el piloto tenga autoridad en materia de vestuario y lo que antes llamaban urbanidad. También en la calle, desde luego. Sobre todo en la calle. Porque es el lugar más adecuado para lucir todos los uniformes fastuosos que las nuevas modas, los nuevos usos, exigen al viajero moderno.

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