Juan Mari Arzak, cocinero
Entrañable y campechano, recibe cada día en su “casa” a comensales procedentes de distintas partes del mundo. Aunque ha delegado en su hija Elena la organización del trabajo, no falla a su cita diaria de las 13:00 horas para comprobar que todo está en orden. A sus 75 años, pendiente del timón, pide permiso para fumarse un pitillo, “porque es el único vicio que me queda”. A continuación comienza un ameno e improvisado relato
Aquel niño asmático de posguerra, que por razones de salud pasó su adolescencia interno en los agustinos de El Escorial (Madrid); aquel chaval que iba para aparejador y acabó revolucionando el negocio hostelero de la familia, pretende convencer ahora al maître de que haga un hueco como sea a unos amigos mexicanos que vendrán a San Sebastián dentro de un mes. Pese a ser considerado el padre de “la nueva cocina vasca” y reconocido como el Mejor Cocinero de España en 1974, su mejor premio son los amigos. Arrellanado en su sillón preferido de la entrada del famoso restaurante que lleva su nombre, Juan Mari Arzak presume de ser amigo del Rey Juan Carlos y de Iñaki Gabilondo, pero también de deportistas, empresarios, pescadores o comerciantes que disfrutan de su cocina desde hace muchos años. Le gusta coleccionar sellos de pan y acercarse en invierno a la barandilla de La Concha para contemplar en días de niebla “cómo se mueven las olas frente a la isla de Santa Clara”.
¿Cuál ha sido el viaje más increíble o raro que ha hecho?
En los años 80 fui al Congo de Mobutu, invitado por Iberia, para participar en unas jornadas sobre la nueva cocina vasca. Aquel viaje me impresionó bastante. Fuimos a un safari fotográfico en un pequeño avión sin asientos, agarrados a una barra como en los autobuses. Además, al subir me hizo gracia ver a un operario echándole grasa a las hélices con una aceitera.
¿Qué recuerdos guarda de su paso por el Real Colegio de Alfonso XII, en El Escorial?
Yo me quedé huérfano de padre a los 9 años y el médico le recomendó a mi madre que me sacara de Donosti, porque tenía asma y necesitaba un clima más favorable para mis pulmones. Era el mejor colegio de España y en él estudié todo el Bachillerato. Luego, un amigo que estudiaba para aparejador me animó a hacer esa carrera, pero se me daba mal dibujar. Al año siguiente me apunté en la Escuela Superior de Hostelería, que estaba en la Casa de Campo, y me encantó. Cuando le dije a mi madre que iba a estudiar Hostelería se llevó un disgusto, pero entre todos la convencimos.
¿Cómo era el Madrid de entonces?
Era maravilloso. Sigue teniendo su encanto, pero ahora hay más atascos y mucha gente. Vivía en la Pensión Filo, en la Plaza de Santa Ana, junto al tablao Villa Rosa.
Entonces se viajaba poco. ¿Algún otro lugar que recuerde?
Una vez, de niño, me fui con una prima mía a Santo Domingo de la Calzada, porque era un sitio saludable para mis pulmones, y me llamó la atención un refrán que decía: “Santo Domingo de la Calzada, donde la gallina cantó después de asada”. Luego, mientras estudiaba en la Escuela Superior de Hostelería, comencé a trabajar por ahí durante los veranos. Quería demostrarle a mi madre que lo mío iba en serio.
¿Dónde estuvo?
El primer año me fui a la Costa Brava de friegaplatos y casi me muero. El segundo verano estuve en Inglaterra, en un restaurante de once mesas, al que solía ir la reina Isabel y que estaba cerca de Liverpool. Estuve otro verano en el Gran Hotel de París. Fui de los primeros en viajar fuera de España para aprender.
¿Era muy diferente lo que se hacía en Francia o Inglaterra?
Había una gran diferencia. Yo era muy joven y un día le dije a mi madre –gran cocinera, por cierto– que quería hacer cosas distintas y que me dejase a mí el comedor pequeño. No funcionó y lo convertí en asador. Empezó a venir gente y aproveché para introducir platos antes de las chuletas y el asado. Llegó un momento en que mi madre dijo: “Juan Mari, no entiendo nada de lo que haces, así que me voy a dedicar a planchar servilletas y a hacer la comida del personal”.Era una persona maravillosa y muy humilde. Siempre me decía: “Que no se te suba el éxito a la cabeza, ¿eh?”. De las bodas y banquetes pasamos a recibir a clientes que venían de Australia expresamente a comer en aviones particulares.
¿Dónde pasaban las vacaciones?
Al principio íbamos a Estella, donde una prima mía tenía un chalé precioso. Después empezamos a ir a Ibiza, aprovechando que Pedro Subijana estaba de jefe de cocina en el restaurante de la discoteca Ku, y desde hace 8 ó 9 años vamos a Formentera. Allí estoy de maravilla.
Dígame su rincón preferido de San Sebastián. Me gusta ponerme en invierno en la barandilla de La Concha y mirar, sobre todo si hay algo de calima o de niebla, la isla de Santa Clara. Me gusta contemplar las olas y también me atrae especialmente El Peine del Viento, de Chillida.
¿En España se come mejor que en ningún otro sitio?
Por supuesto. Y donde mejor en España es en el País Vasco, especialmente en San Sebastián.
¿Algún viaje que tenga pendiente?
Voy a ir pronto a Corea del Sur y tengo pendiente volver a Vietnam. La última vez que estuve me robaron un cuaderno grande donde apunto todo. Tengo que volver a tomar notas.
Además de tomar notas sobre la cocina de esos países, ¿procura visitar sus templos y otros monumentos?
Claro. Hay tiempo para todo y procuro ver los monumentos de cada sitio y de cada cultura. Eso es interesantísimo.
Dígame uno de los paisajes que más le haya impresionado. Anochecer y amanecer en Machu Picchu. Por cierto, la cocina peruana es una de las más importantes del mundo, tras la española, la francesa y la italiana; a un nivel parecido a la mexicana.
¿Mar o montaña?
El mar. Tenemos que cuidar el mar y no poner en peligro la riqueza que hay en sus aguas.
¿Qué no le puede faltar en la maleta?
La libreta para apuntar lo que veo y el teléfono móvil.
¿Guarda objetos y recuerdos de los sitios que visita?
Colecciono juguetes artesanos y también sellos de pan. El que tiene la mejor colección de los sellos que ponían las panaderías de antes es Matías Prats.
Síguele la pista
Lo último