David Livingstone, médico y misionero
El médico y misionero escocés pasó media vida en el África negra. Aprendió las lenguas y costumbres nativas y recorrió más de 47.000 kilómetros por unas tierras sin coordenadas que cartografió y divulgó con resolución pionera y la lucha antiesclavista como enseña, realizando expediciones que le convirtieron en un héroe victoriano de leyenda.
"El doctor Livingstone, supongo..."
Se supone que aquel hombre avejentado era el Dr. Livingstone (1813-1873). Pálido, bigotes canos, gorra y andar desgastados, y el alma tocada por el Mal de África, adonde llegó procedente de una familia humilde de escoceses. Su fama de curandero se extendió pronta de una tribu a otra; menos predicamento tuvo con el Evangelio, pues solo logró medio-convertir a un bakoena. Sus esfuerzos los consagró a la exploración: se aventuró por el Kalahari, cruzó el continente de Luanda a Quelimane y colocó en el mapa el lago Ngami, el Nyasa, las cataratas Victoria... Descubrió que el mundo se estaba gangrenando con esa "llaga abierta" que era la trata de esclavos, y quiso erradicarla impulsando nuevas vías comerciales a través del río; pero la expedición por el Zambeze resultó un fracaso en este sentido. Con la reputación minada y sin recursos, se avino con negreros para buscar las fuentes del Nilo. Sufrió paludismo, disentería, hemorroides, úlceras... En Europa lo suponían muerto cuando Stanley lo encontró. Sí, aquel hombre desdentado era el mismo que hace años se había enfrentado a un león. Su corazón no reposó hasta que se paró. Sus más fieles criados trasplantaron la entraña bajo un árbol; el cuerpo lo mandaron a Westminster, descorazonado.
"El lugar que truena"
"De mejor grado cruzaría nuevamente el continente africano que escribiría otro libro". Livingstone narró sus primeros 16 años en las regiones sudafricanas en Viajes y exploraciones en el África del Sur. Cuando se imprimió en 1857, el autor tenía una medalla de la Royal Geographical Society y era un ídolo de masas a quien invitaban a tomar el té en el Palacio de Buckingham. El texto a continuación, publicado en Ediciones del Viento, corresponde al fragmento de su visita a unas cascadas que los nambia llamaron Chinotemba (el lugar que truena); los zezuru, Mapopoma (estruendo); los ndebele, Manza Thuqayo (el humo que se eleva), y el explorador, Victoria.
"Decidí no detenerme nunca hasta que hubiera llegado al final y hubiera logrado mi propósito"
Resolví visitar al otro día las cataratas Victoria, a las que los nativos daban el nombre de Mosioatunya, o en época más antigua Shongwe. (…) Nadie puede imaginar la belleza del paisaje partiendo de lo que haya visto en Inglaterra. No había sido contemplado nunca por ojos europeos, pero algo tan hermoso debe haber llamado la atención de los ángeles mientras vuelan. Lo único que falta al magnífico cuadro es la vista de las montañas en el fondo. Por sus tres lados limitan a las cascadas alturas de entre noventa y ciento veinte metros, cubiertas de bosque y con el suelo rojo dejándose ver entre los árboles. A cosa de media milla dejé la canoa en que había navegado hasta allí y me embarqué en otra más ligera con hombres que conocían las corrientes y que me llevaron a una isla situada en medio del río y en el borde del saliente sobre el que trona el agua. Era peligroso acercarse, por la facilidad de ser arrastrado en el curso de los torrentes que se precipitaban desde varios puntos de la isla; pero el río estaba ahora bajo. Habíamos llegado ya a la isla; nos hallábamos a pocos metros del sitio donde cuya vista resolvería el problema y, sin embargo, creo que nadie podría distinguir adónde se dirige tan enorme cantidad de agua. Parecía perderse en la tierra, pues el borde opuesto de la grieta por donde desaparece no está más que a veinticinco metros de distancia. Al menos yo no comprendí la verdad hasta que, arrastrándome con temor al borde, miré y vi una gran hendidura practicada de orilla a orilla del Zambeze, y que un río de mil metros de ancho saltaba desde unos treinta metros de altura, y luego era de improviso encerrado en un espacio de quince a veinte metros. (…)
Después de disfrutar largo tiempo de aquella hermosa vista, volví a reunirme con mis amigosen Kalai, y Sekeletu, cuando me oyó encarecer lo que había presenciado, quiso ir a visitar las cascadas al día siguiente. Yo volví con la intención de hacer una observación lunar desde la misma isla, pero las nubes no me lo permitieron, refiriéndose, por lo tanto, todos mis cálculos de posición a Kalai (lat. 17º 51’ 54’’ sur, long. 25º 41’’ este). Sekeletu se asustó algo ante la probabilidad de ser tragado por el abismo sin conseguir llegar a la isla; y sus compañeros se divertían tirando piedras, y se admiraban al verlas disminuir de tamaño, y aun desaparecer, antes de tocar el agua que había en el fondo.
Yo llevaba, además, otro objetivo a mi vuelta a la isla. Observé que estaba cubierta de árboles, cuyas semillas había traído el río probablemente desde el lejano norte, y algunos de los cuales eran nuevos para mí; el viento, arrojando de tiempo en tiempo sobre ella un poco de vapor condensado, mantenía húmedo el suelo, que adornaba una verde alfombra. Elegí, pues, un sitio, no cerca de la hendidura, porque allí la constante deposición de la humedad alimentaba muchos pólipos con la forma de hongos y la consistencia carnosa, sino más atrás, y dispuse un huertecito, plantando en él unos cien huesos de melocotonesy albaricoques, y mucha semilla de café. Antes de ahora había tratado de plantar árboles frutales, pero los makololo, mis amigos, los habían dejado perder. Negocié la colocación de una valla con uno de los makololo y, si es fiel, tengo grandes esperanzas depositadas en las habilidades de Mosioatunya como encargado del vivero. Mi único temor en el presente caso son los hipopótamos, pues he visto sus pisadas en la isla. Una vez preparado el huertecito, grabé mis iniciales en un árbol, y añadí la fecha de 1855. Esta fue la única ocasión en la que me permití tal muestra de vanidad.
Síguele la pista
Lo último