Al fin del mundo por Mariano López

En Suráfrica no hay un solo fin del mundo, sino tres. El primero, Cabo Agujas, es el punto más austral de África.

Mariano López
Mariano López

Con la razón que le otorgan muchos mapas, la localidad de Ushuaia, en el extremo sur de Argentina, presume de ser la ciudad más austral de la Tierra, el lugar adonde hay que ir si se quiere ver el fin del mundo. Su primer título, el de ciudad más austral, no parece admitir dudas, pero sobre el segundo, el lugar del fin del mundo, hay debate. Para los hindúes, por ejemplo, el fin del mundo se encuentra en Kanyakumari, el Cabo de la Virgen, también llamado Cabo Comorín, donde se unen el Océano Índico, el Mar de Arabia y la Bahía de Bengala.

Si hubiera que votar para el título de fin del mundo, adelanto que mi voto sería para este extremo de la Tierra. En primer lugar, porque en la última roca, en el punto donde se acaba el inmenso subcontinente que arranca en Nepal, los comorinenses han levantado la estatua de un poeta: una gigantesca representación en piedra del poeta tamil Thiruvallurar. Por aquí estuvo San Francisco Javier y antes, mucho antes, la diosa Parvati, que eligió Kanyakumari para alojarse cuando iba a pedir la mano de su amado Shiva. El Cabo Comorín es un lugar donde muchos creen que se anuda el dharma, la rueda de la vida. Hay iglesias cristianas, católicas, mezquitas, templos hindúes, jainistas, capillas de la iglesia siria ortodoxa de Malankara y lugares santos para la religión del ayyavazhi, los que buscan los pies sagrados de Dios. Un ferry comunica varias veces al día con un islote cercano donde se levanta un edificio para la reflexión. En el corazón de este edificio hay una amplia sala sin muebles ni cortinas, ni luces, orientada hacia una pared de la que cuelgan unas letras doradas que forman la sílaba sagrada: OM. Cientos de personas se sientan a diario frente a esta sílaba, en la posición del loto, y meditan duro sobre todos los asuntos de la vida. En Kanyakumari podría haber un skyline de estupas, espadañas y minaretes. Pero no. Su única y más alta estatua, de 41 metros de altura, está dedicada a un poeta.

En Suráfrica no hay un solo fin del mundo, sino tres. El primero, el Cabo Agujas, es el punto más austral del continente africano. Pocos turistas lo visitan. Es un pedregal rocoso, atizado por los vientos y un mar hostil, al que en agosto se asoman los lomos de las ballenas. El segundo, en el extremo sur de la Península del Cabo, cuenta con un mirador, un tren de cremallera, dos restaurantes, unos baños públicos y una colonia de babuinos que roba la comida a los turistas, se cuelga del tren de cremallera y a veces visita, por curiosidad, los urinarios. Desde el mirador de Cape Point se ve cómo se funden dos masas de aguas: una, animada por la fría corriente de Benguela, y otra, empujada por la cálida y opuesta corriente de Agujas. Le llaman la unión de los dos océanos, es un gran espectáculo.

El tercer fin del mundo, apenas frecuentado, aparece en una famosa película de los años 80, Los dioses deben estar locos. Un bosquimano llamado Xi busca un extremo del mundo para tirar una botella de Coca Cola que le ha caído del cielo. La película está rodada en Botswana, pero el límite del mundo que encuentra Xi está en Suráfrica: es la Ventana de Dios, en el Cañón del Río Blyde, cerca de los límites occidentales del Parque Kruger. Aquí, la tierra conduce a un mirador y el mirador está envuelto en la niebla. Cuando las nubes se disipan, aparece de nuevo el mundo, kilómetros abajo, en el fondo del cañón. Recuerdo ahora esas vistas, el mirador de Cape Point, la estatua de Kanyakumari y el puerto de Ushuaia, y tengo que rectificar y decir que no tengo una opción preferida, que todos estos lugares me fascinan, que lo que realmente me atrae es viajar al fin del mundo. A todos los fines del mundo. Ahora es un buen momento para ir sacando el billete.

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