Tres libros para tres destinos: viajes y letras
“Nunca tuve una tristeza que una hora de lectura no haya conseguido disipar”. Montesquieu.
Hace dos años, en las islas caribeñas de San Blas, el territorio de los indígenas Guna Yala en Panamá, leí una novela que se desarrollaba en la Antártida. Mis pies en la arena, mi espalda quemándose, los cocos en las palmeras y H.P. Lovecraft llevándome a las montañas de la locura del continente de hielo; frías, insomnes.
No hay por qué leer novelas de Italia cuando viajas a Italia, no hay por qué leer novelas de barcos si viajas en barco. Sin embargo, leer historias y autores locales multiplica la percepción del viaje. Aquí algunas recomendaciones:
Juan Villoro y Yucatán en “Palmeras de la brisa rápida”
Uno de los grandes escritores vivos de Latinoamérica es, huelga decirlo, Juan Villoro. El mexicano es tan erudito como elocuente y despliega toda su agudeza, ironía y humor en infinidad de temas. En esta ocasión hace un viaje a la península de Yucatán, la tierra de su madre y su abuela. Y describe con maestría la tierra de los mayas y las sensaciones de un viajero poco acostumbrado al ardiente trópico. Todavía no ha publicado sus listas de la compra, pero estoy seguro que habría gran literatura escondida entre sus tomates y encurtidos. Hay que leer a Juan.
Josep Pla y el Mediterráneo en “Las ciudades del mar”
Pla tuvo que ser corresponsal periodístico para poder viajar y contar lo que veía. Aunque su vocación fuese más de corresponsal de sí mismo. Sus textos en “Las ciudades del mar” son más líricos que periodísticos y su vocación por la descripción, el mundo sensible (oído, gusto, tacto, olfato…) y los retratos de la gente que se encuentra forman un caleidoscopio de buena prosa que desgrana la esencia del mar Mediterráneo, el mar donde nace Occidente. Un paseo por Mallorca, el Rosellón francés, Cerdeña, Sicilia, Croacia, Grecia, Estambul y el Bósforo.
Amor Towles y el confinamiento en “Un caballero en Moscú”
El confinamiento no es un país que visitar, pero todos lo hemos conocido. En esta novela, el protagonista está confinado -en contra de su voluntad, obviamente- en un hotel de Moscú. Se dedica a leer a Montaigne, a conversar con los empleados y a disfrutar los suculentos platos del restaurante del hotel. Es un confinamiento de oro, como fue el mío. Y su lectura es un paladeo de la última de las libertades humanas, la libertad interior. También recuerda aquello de que “normalizar los privilegios es un acto mezquino”.
Solo queda pedir más libros, más viajes y más tiempo para acometerlos.
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