Río de Janeiro, un paseo por sus infinitos rincones
Bienvenidos a la ciudad más cordial del mundo, en la que los bares son casi patrimonio, las playas son lugares de encuentro donde se organiza la vida y la orografía dicta la experiencia turística.
Aquella era una tarde como cualquier otra. El poeta y el compositor se hallaban en su mesa de costumbre del bar Veloso buscando su inspiración en el fondo de un vaso de whisky, cuando Helô Pinheiro emergió de entre la multitud... “Me quedé sin respiración”, recordaría el poeta. “Era la cosa más linda que había visto en toda mi vida”. Aquella tarde del año 1962, el poeta Vinícius de Moraes y el compositor Antônio Carlos Jobim fundaron el nuevo Río de Janeiro moderno y hedonista; el paraíso de los cuerpos bronceados al sol y la bossa nova; la ciudad de nuevo cuño poblada de sirenas y quimeras; la de Heloísa Pinheiro: la garota de Ipanema.
La playa, más un concepto que un lugar
La playa, en Río de Janeiro, no es un lugar, sino un concepto, una cultura; el punto de encuentro entre los diversos Ríos. En las playas de Río, el color de la piel o las creencias religiosas no cuentan. La playa, en Río, dicta modas y horarios. Cualquier cosa que pueda necesitarse, desde a un coco bem fresquinho a una piscina inflable, puede adquirirse sin moverse de la tumbona. El ejecutivo se las ingenia para compatibilizar el chapuzón imprescindible para su estabilidad emocional con los horarios de trabajo y, si es necesario, convocará la junta de accionistas en la playa. En la playa se hacen amigos, se canta, se enamora… la playa lo es todo en Río, menos un lugar para bañarse.
Cada una tiene su personalidad y una clientela fija definiendo el uso que se hace del espacio público. Todas cuentan con su paseo marítimo y sus quioscos de referencia definiendo las preferencias, gustos y hasta las inclinaciones políticas de sus frecuentadores. Así, el quiosco Rainbow, frente al hotel Copacabana Palace, conocido por ser el punto de referencia de la comunidad gay. Copacabana fue la primera en erigir un paseo marítimo en piedras portuguesas imitando las olas (hoy, todas las playas de Río cuentan con uno). Y la primera en contar con una “imagen de marca” como una suerte de Cannes tropical o, si se quiere, cuatro Cannes juntos, teniendo en cuenta las dimensiones (cuatro kilómetros de punta a punta).
Como en todas las playas cariocas, en Copacabana manda el tenis playa, el futvóley y los 100 metros lisos detrás del ladronzuelo que se abre paso entre los bañistas con el bolso de señora que acaba de birlar. Las peladas (partidas de fútbol entre aficionados) acontecen el día entero si bien ganan emoción durante la madrugada. Hay quien afirma haber visto a Ronaldo el Fenómeno participando en alguna. La edad media de los habitantes de Copacabana es la más alta de todo Brasil. Amantes del sol y lo que se entiende como una “vida saludable”, son los últimos representantes de las grandes familias cariocas que colonizaron el lugar principiando el siglo pasado. La mayoría solo sale de su apartamento en primera línea para hacer footing y disfrutar de un brunch en el Copa, en referencia al hotel Copacabana Palace, el más charmoso de Río y puede que de toda la América Latina, con casi un siglo de antigüedad. Su fundador, el empresario Eduardo Guinle, no reparó en gastos: los bronces de Venecia, los mármoles de Carrara, las porcelanas de Limoges y Mistinguett, cantando para los invitados en la gala de inauguración. El establecimiento ha cambiado de manos varias veces, el espíritu (y los precios) continúan.
Claro que no todo son multimillonarios tomando el brunch. Tras la fachada respetable del barrio existe un trasfondo de callejones oscuros y boîtes de fama nada dudosa que nos habla de una dolce vita que fue, y ya no es. Y si nadie se ocupa de preservar la memoria de aquella Copacabana sambista y golfa es porque el carioca tiene cosas mejores que hacer. La crónica de la memoria sentimental de la ciudad se la dejan a quienes la visitan pretendiendo toparse con Helô Pinheiro reencarnada saliendo de las aguas sin entender que de aquel Río que “era solo felicidad y cuerpos bronceados” queda poco más que los restos. Eso, y un microparque temático músico-sentimental en el barrio de Ipanema compuesto por dos únicas atracciones: el antiguo bar Veloso, hoy Garota de Ipanema, y el vecino Vinicius Show Bar, donde Maria Creuza nos recuerda que cualquier tiempo pasado fue mejor. Ambos se hayan situados en la antigua calle Montenegro rebautizada, lógicamente, como Vinícius de Moraes.
En Río no hay un bar, sino muchos, y no siempre bien avenidos. Por suerte, existen espacios comunes donde todos los Ríos se encuentran en paz y armonía: la playa, los estadios de fútbol, el carnaval y los bares o, en el idioma carioca, los botecos. El boteco, formalmente botequim, resulta ser un concepto etéreo que traspasa los límites del bar convencional y tiene que ver con algo tan carioca como vivir la calle, mejor acompañado que solo. Fuera de eso, no existe nada que defina lo que es o deja de ser un boteco. Tan boteco es el pé-sujo, con los clientes sentados en barriles de cerveza levantando la piernas al grito de “¡agua va!”, como el bistró con aire acondicionado y un cuerpo de garçons distinguidos e imperturbables.
Algunos han entrado en la leyenda, el caso de Chico, medio siglo luchando contra la fama de malhumorados de los garçons del Bar Alemán: “Somos apenas un poco más serios que en otros lugares”. Para el escritor y periodista Ruy Castro, “los botecos son consejos de discusión y vigilancia de la ciudad, con la ventaja de que parecen estar en reunión permanente”. Y es que los cariocas se toman estas cosas muy en serio. Por ejemplo, cuando los dueños de Villarino anunciaron el cierre definitivo del local en 2020, la noticia mereció honores de portada en los principales diarios, no solo en Río. Dígase de paso, el local, considerado el marco fundacional de la bossa nova, fue fundado por un español: Villarino. Y, naturalmente, Moraes y Jobim eran clientes asiduos.
Las rodas de samba
El boteco guarda la esencia del espíritu bohemio de la ciudad al tiempo que abole la frontera entre lo público y lo privado, de ahí que la mayoría carezcan de puerta, cancela o cosa parecida. Y cumple otra función de importancia crucial en la vida del carioca, acogiendo a los sambistas y batuqueiros en las rodas de samba, que se sabe cuándo empiezan pero no cuándo terminan. Los botecos son, a la samba, lo que Maracaná al fútbol: un templo. No necesita mucho el carioca para organizar una roda de samba: unos chopes (equivalente a nuestras cañas), una guitarra y un grupo de amigos. Indefectiblemente, otros se les irán juntando hasta que no quepa un alma en el lugar. En las rodas de samba cabe todo, del chorinho a la samba propiamente dicha, la marchinha de carnaval, la bossa nova y hasta Hey Jude, de los Beatles, llegado el caso. Claro que hay unos clásicos: Carinhoso, Conversa de botequim… y, así como el repertorio tiende a repetirse, las variantes, en lo que toca a botecos con música, son infinitas, del diminuto y carismático Bip Bip —poco más que un agujero de 18 metros cuadrados— al Rio Scenarium, que, como su nombre indica, cuenta con un escenario y un cartel de sambistas conocedores de su oficio y los gustos de la clientela internacional. Mitad comercio de antigüedades y mitad show bar, Rio Scenarium está situado a escasos metros del más canalla de los barrios cariocas, Lapa, la patria del malandro.
Existe un Río que “sube” al morro, la favela, el Corcovado, y otro que baja al centro para visitar la memoria de la ciudad o tomar un chope en alguno de los locales de moda. La orografía, en Río, manda lo suyo. No es casualidad que las dos principales atracciones turísticas de la ciudad se hallen a varios metros de altura sobre el nivel del mar. Ambas cuentan con su propio medio de transporte para acceder a la cumbre: el trencinho, en el caso de del Cerro de Corcovado, y el teleférico (bondinho), en el del Pão de Açúcar. Ambos medios de transporte forman parte de la experiencia turística. Una vez llegado a su destino, el visitante va a encontrarse con unas vistas sobrecogedoras amén de amplio surtido de bares, tiendas de souvenirs y hasta una sala de fiestas con todos los aditamentos precisos.
Otros monumentos cariocas permanecen ocultos bajo el maremágnum de una ciudad que fue corte de opereta y capital de un imperio antes de caer en desgracia. De aquel Río imperial y barroco quedan los numerosos templos dejados por los conquistadores —la iglesia de San Francisco de la Penitencia, con su orgía de oros e hipérboles, es un buen ejemplo— y un Río oculto que habla de otra presencia, la del millón y medio de esclavos traídos desde las costas africanas para trabajar en las haciendas del interior. El recorrido no señalizado parte del muelle de Valongo, donde eran desembarcados, a la Pedra do Sal, declarada monumento histórico y religioso, y la Iglesia de Sao Benedito dos Homens Pretos con su encantador Museu do Negro, único dedicado a la herencia africana en la ciudad.
Verdadera reserva espiritual de la ciudad, el centro de Río reúne en una misma manzana el palacete dieciochesco en estado semirruinoso con el edificio inteligente dotado con un sistema Building Management. Hay que escudriñar por entre el laberinto de callejas y plazuelas que lo conforman para encontrar las joyas de la corona: el altisonante Real Gabinete Portugués de Lectura, la deslumbrante Confitería Colombo con sus espejos mirando a un pasado remoto, y el Teatro Municipal, réplica tropicalizada del Teatro de la Ópera parisino, con su salón asirio aportando el toque carnavalesco que nunca falta en esta ciudad.
En Río hay más iglesias barrocas del siglo XVIII que shoppings y más estatuas francesas que en ninguna ciudad francesa, excepto París; y una red de librerías de lance que nada tiene que envidiar a las bonaerenses y un mercado de calle (Saara) donde árabes y judíos (y, más recientemente, coreanos) dividen kibbes mientras esperan la llegada de un nuevo cliente.
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