Los rincones más bellos del Madrid de los Austrias
En 1561 Felipe II ordenó el traslado de la corte hasta Madrid. Con aquella decisión, la nueva capital de España comenzó a cobrar importancia como epicentro del poder real y a atraer a los más notables artistas y arquitectos de la segunda mitad del siglo XVI.
La Puerta del Sol, la más famosa plaza madrileña, es el kilómetro cero de todos los caminos de España. Pero también el corazón de la ciudad bulliciosa y cosmopolita, el punto de partida de hasta diez calles que nos llevan a todas las realidades que esconde Madrid. Las calles Mayor y Arenal abren hacia el oeste, hacia la piel de la ciudad histórica donde toman asiento la iglesia de San Ginés y los cercanos conventos de la Encarnación y de las Descalzas Reales, fundaciones religiosas nacidas al amparo de la nueva capital.
La calle Arenal desemboca en la plaza de Isabel II, conocida popularmente como plaza de la Ópera. En ella se alza el Teatro Real, alentado por Fernando VII y terminado bajo el reinado de Isabel II.
El teatro, reinaugurado en 1997 tras una larga y costosa restauración, es uno de los principales focos de la cultura madrileña. Entorno a él han abierto prestigiosas escuelas de música y arte, y algunas de las tiendas de instrumentos musicales más importantes de España, que comparten vecindad con nobles asadores y castizas tabernas.
El Madrid regio cobra todo su protagonismo en la plaza de Oriente, una diáfana y luminosa explanada abierta hacia la fachada principal del Palacio Real. En tiempos medievales esta plaza era una extensa arboleda abierta hacia el alcázar árabe. Con el paso de los siglos fue ocupada por imbricados y tortuosos barrios hasta que en tiempos de la dominación francesa José Bonaparte proyecta un ancho bulevar que comunicara el palacio con la puerta de Alcalá, pasando por la Puerta del Sol.
Fue Isabel II la encargada de retomar aquel proyecto que hoy se antoja a los ojos del vecino y el viajero como un ameno y sensualista lugar de recreo y reposo en mitad del ruido y la incomodidad capitalina. Las tallas de los reyes visigodos que flanquean la plaza fueron esculpidos en su día para coronar los ángulos del Palacio Real. Nunca llegaron a instalarse en las cornisas del palacio. Por el contrario, las estatuas están repartidas entre la plaza de Oriente, el parque del Retiro y algunas ciudades españolas.
El Palacio Real de Madrid ocupa el solar del primitivo alcázar árabe, erigido a orillas del río Manzanares. En honor a la verdad pocas veces ha debido el palacio de desempeñar el papel para el que fue construido. Los reyes de España prefirieron siempre los Reales Sitios –el palacio de Aranjuez, el monasterio de El Escorial, el sitio del Buen Retiro o la granja de San Ildefonso- a esta gran mole de granito, mármol y piedra blanca de Colmenar que en la actualidad ejerce funciones de protocolo, embajada y etiqueta.
El palacio, de corte neoclásico, se articula en torno a un ancho patio de armas y una galería hacia donde miran los grandes salones decorados con pinturas de Goya, Velázquez, El Bosco o Caravaggio. Las dependencias más importantes del Palacio Real son el comedor de Gala, la Biblioteca, el Museo de Música o la Real Armería. En torno al palacio se extienden los jardines diseñados por Sabatini y el dulce e idílico Campo del Moro que desciende bajo una suave y alfombrada cuesta de verde hierba hasta las orillas del río madrileño.
Hasta hace unos años Madrid jamás tuvo catedral. Ninguno de los reyes que habitaron la villa desde Felipe II se ocupó de auspiciar un gran templo. La historia debió aguardar hasta el gobierno de Alfonso XII para impulsar su construcción bajo los proyectos y los dibujos del marqués de Cubas. Más de un siglo duraron las obras y el resultado es, cuando menos, desconcertante. La catedral de la Almudena es una amalgama de estilos, no siempre armoniosos, que pontifican el neoclásico y trata de acomodarse a la vecindad estética del Palacio Real.
El Palacio Real y la catedral de la Almudena miran hacia la calle Bailén. Desde la batalla desatada en aquella ciudad jiennense en 1808, y que puso fin a la hegemonía napoleónica en tierras peninsulares, todas las ciudades españolas de más de veinte mil habitantes estuvieron obligadas a poner el nombre de Bailén a una de sus calles en recuerdo de aquella hazaña.
La calle Bailén de Madrid es un extenso y rectilíneo paseo que comunica la plaza de España con la basílica de San Francisco el Grande, uno de los templos más soberbios de la arquitectura barroca madrileña. Proyectado por el arquitecto Francisco Sabatini, la basílica destaca por las colosales dimensiones de su cúpula cuyo diámetro supera los treinta y tres metros.
Conviene subir al encuentro de la calle Mayor a través de la castiza plaza de los Carros y de las calles Cava Alta y Cava Baja donde se cita el mayor número de tascas y tabernas del viejo Madrid. Es costumbre reunirse en ellas para tomar el aperitivo de mediodía o citarse a la llegada de la noche en torno a un plato de ibéricos, tostas o pescaíto frito regados por una espumosa cerveza madrileña o un chato de vino de La Mancha. Nombres de tabernas y restaurantes no faltarán.
Entre los más célebres destacan Casa Lucio donde el tiempo y sus sabores parecen haber quedado anclados para siempre entre las añejas paredes donde cuelgan cuadros románticos y carteles de pasadas ferias taurinas en honor a San Isidro.
Es en la calle Mayor, el viejo paseo cortesano y artesanal del Madrid de los Austrias, donde se halla la plaza de la Villa. Esta pequeña plazoleta de aire castellano y barroco está presidida por una estatua de don Álvaro de Bazán, capitán general de la Armada imperial española. La casa de la Villa es de titularidad consistorial desde el año 1619. Hoy aún acoge dependencias municipales. A su lado se alza la casa y la torre de los Lujanes, uno de los pocos edificios del siglo XV adscritos al tardo gótico madrileño.
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