Persia: un viaje a la más bella de las antiguas civilizaciones
Las huellas, aún vivas, de la antigua civilización persa y los lugares declarados por la Unesco Patrimonio de la Humanidad en Irán han guiado el viaje de la VIII Expedición VIAJAR, organizada por B the travel brand.
El paraíso, según la Biblia, se encontraba no muy lejos de Shiraz, la ciudad iraní de la poesía, las rosas y las luciérnagas, afamada también por la luz y los colores de su mezquita rosa y por los testimonios que afirman y confirman que la uva syrah o shiraz, que alegra las cosechas del Ródano, nació aquí, en esta ciudad, tiempo atrás, cuando las normas del Corán no eran incompatibles con el buen vino.
Asentada a los pies de los montes Zagros, donde nace el río Karún, que podría ser, según se cree, el río Gihón que cita el Génesis, uno de los cuatro ríos del paraíso, Shiraz fue capital de Persia en el siglo XVIII. Era el destino buscado por las caravanas que partían de Asia Central y pagaban el arroz, los limones y las naranjas shirazíes con telas de Samarcanda o lapislázuli de Afganistán.
Para nosotros, los veinte viajeros de la octava Expedición VIAJAR, ha sido la puerta de entrada al país regido por los ayatolás —palabra que significa “señal de Alá”— el territorio que se llamó Persia desde antes de Ciro el Grande hasta los albores de la Segunda Guerra Mundial, cuando Reza Pahleví, el padre del último shah, oficializó el nombre de Irán, el reino de los arios, los arya, que en persa antiguo quiere decir los ilustres.
La mezquita de Nasir al-Molk, más conocida como la mezquita rosa, por el color de los azulejos de su techo, atrae cada mañana a jóvenes locales que buscan impactar en las redes sociales con selfis de sus figuras bañadas por el caleidoscopio de colores que crean los vitrales. También es un lugar de encuentro para turistas, pero no ahora. La pandemia, la sombría fama del régimen creado por los ayatolás y las sanciones internacionales a Irán han dejado en mínimos el número de visitantes, de ahí que los viajeros de la Expedición recibamos una acogida más cálida de lo habitual en un país distinguido, para el turismo internacional, por la hospitalidad y amabilidad de sus gentes.
“Bienvenidos a Irán, gracias por venir” nos dicen a cada paso, en inglés, jóvenes iraníes que se acercan a nosotros y nos preguntan de dónde venimos, qué nos parece Shiraz, qué opinión nos merecen las murallas, la torre inclinada, el bazar, los jardines históricos o el mausoleo de Hafez, el poeta y místico sufí más célebre de Persia. Su tumba, en Shiraz, recibe millones de visitantes de todo el país, jóvenes en su mayoría —Irán es un país de jóvenes, el 20 % de su población tiene menos de 20 años—; chicos y chicas que se acercan a la tumba de Hafez para escuchar y recitar versos del autor de El despertar del amor.
La ciudad más bella
Shiraz, es, también, la base para visitar las ruinas de Persépolis, los restos de Pasargada, las tumbas de los reyes aqueménidas y el mausoleo de Ciro el Grande, los magníficos testimonios que quedan del fastuoso imperio persa. Persépolisse encuentra a solo 70 kilómetros de Shiraz. Darío I levantó la ciudad que los griegos bautizaron como la polis de Persia, Persépolis. Era tan bella que rápidamente se extendieron las leyendas que atribuían su creación a un monarca legendario, Jamshid, cuarto rey del mundo, dueño de una taza mágica que le garantizaba la inmortalidad y le permitía observar el universo.
Persépolis era lo que aún se intuye en sus maravillosas ruinas: la ciudad ideal del imperio persa, sede y símbolo de la grandeza de Ciro y Darío. Alejandro Magno ordenó destruirla. Se cuenta que su amigo, el general macedonio Parmenión, le aconsejó que no lo hiciera. “Para qué vas a destruir algo que ya es tuyo, Alejandro, por qué arrasar Persépolis cuando has respetado tantas otras ciudades, mucho menos bellas.” Alejandro no le escuchó. Creía estar obligado a destruir el emblema de los persas como venganza por el daño que causaron en Atenas los ejércitos de Jerjes I.
Ordenó que prendieran fuego a la ciudad y que la despojaran de todas sus riquezas. Diez mil animales de carga fueron utilizados para transportar las joyas y el oro del tesoro real hasta Atenas. No llegó ni una sola moneda. Una vez lejos de la vigilancia de Alejandro, todos los mensajeros —miles— tomaron la misma decisión: pasaron en un instante de ser soldados a ser civiles, prófugos, y muy, muy, ricos.
Varios muros acogen los relieves policromados que narran la llegada de embajadores de todos los territorios del imperio que ofrecían al rey de Persia sus mejores tributos. En las piedras de Persépolis han quedado retratados nubios, escitas, fenicios, aracosios de Beluchistán, armenios, hititas, somalíes subidos en elefantes.
Quedan en pie orgullosos restos de la sala principal de audiencias, capiteles con grifos, rosetones florales, almenas con forma de zigurat. También perviven, en piedra, la majestad del monarca y el poder de su guardia: las tropas que por innumerables recibieron el nombre de los Inmortales. Emociona pisar el suelo que una vez recorrieron los persas y sus reyes, los griegos y Alejandro. No hay turistas: estamos solos. Viajeros privilegiados en una de las maravillas del mundo.
La historia de Yazd, la ciudad de adobe más antigua del mundo, suma más de 3.000 años desde su fundación. Es la siguiente etapa de la Expedición, 500 kilómetros al norte de Persépolis. Su situación, junto a un oasis, donde se unen dos desiertos, la convirtió en posada de las caravanas y refugio de quienes huyeron primero de la invasión árabe y, siglos después, de los ejércitos de Gengis Kan.
Fue, también, un centro religioso de primera magnitud, que reunió durante siglos a miles de seguidores del profeta Zaratustra, también conocido por la versión latina de su nombre, Zoroastro, predicador de la religión mazdeísta. Cuando fue invadida por los árabes, la ciudad pagó tributos para que la permitieran seguir manteniendo sus lugares de culto. Otros fieles de Ahura Mazda emigraron y acabaron instalándose en Bombay, donde la comunidad conocida como parsi (persa) sigue contando hoy con templos del fuego y otros signos de su religión.
El fuego de Zaratustra
Zaratustra vivió —se cree— en el siglo VI o VII antes de Cristo. Predicó la libertad del ser humano para elegir entre el Bien y el Mal, la fe en la resurrección de los muertos, la necesidad de una vida de virtud —buenos pensamientos, buenas palabras, buenos hechos— y la bondad del Dios primordial Ahura Mazda, quien, según su fe, creó el universo en siete días. Primero creó el cielo, luego el agua, la tierra, la vegetación, los animales, los seres humanos, y, finalmente, el fuego, símbolo del zoroastrismo, objeto de meditación.
Yazd conserva el Templo del Fuego zoroastriano más importante de Irán. En su interior arde una llama sagrada viva desde hace más de 1.500 años. También conserva otro espacio necesario para los fieles de esta religión: las dakhma o Torres del Silencio, dos torres de piedra cilíndricas utilizadas como edificios funerarios. Eran depósitos de cadáveres, adonde se llevaban los difuntos para que su cuerpo sirviera de alimento a las aves del cielo y no contaminara la tierra. Fueron utilizadas hasta la década de los 70 del pasado siglo.
En el centro de Yazd se encuentra el jardín de Dolat Abad, uno de los jardines más antiguos de Irán y uno de los más bellos. Está inscrito junto con otros ocho jardines persas en la lista del Patrimonio de la Humanidad de la Unesco. La concepción de estos jardines dispuestos en forma de cruz griega, con parterres ordenados en cuadrantes rectangulares a partir de un gran estanque, buscaba crear un espacio cerrado, ajeno al exterior, donde reinaran la calma, la belleza y las motivaciones para la meditación. De la palabra persa para nombrar a estos jardines, para decir “espacio cerrado”, pairi daeza, procede la palabra paraíso.
La plaza mayor de Oriente
De Yazd a Isfahan, siguiente etapa, el desierto se acentúa, impone su fuerza en el paisaje. En 2017, en uno de los extremos del desierto que ahora recorremos, se alcanzaron temperaturas de 54 grados. La extrema aridez, la monotonía de un paisaje ocre, plano, pedregoso, solo se rompe cuando avistamos poblados de adobe que parecen haber brotado de la arena. En algunos nos detenemos, entre ellos el de Meybod, de seis mil años de antigüedad.
El desierto se detiene, se rinde, al llegar al gran oasis de Isfahan, la ciudad amada por Abbás el Grande, quien la convirtió en capital de un imperio que podía rivalizar en extensión con los de Ciro y Darío casi 20 siglos después. Abbás impulsó la agricultura, la ganadería, el comercio, la artesanía, pero, sobre todo, impulsó Isfahan. Encargó al arquitecto libanés Bahai Al Almili la construcción de una plaza deslumbrante por sus dimensiones y sus edificios. Bahai era un arquitecto singular. Místico sufí, vestía como un derviche. Era también filósofo, astrónomo y un renombrado poeta. Dirigió la construcción de la que fue, en su tiempo, la plaza mayor de Oriente, solo superada en el mundo por la de San Pedro.
La Plaza Real de Isfahan, rebautizada después de la revolución islámica como plaza del Imam Jomeini, es un inmenso rectángulo definido por edificios perfectamente alineados entre los que sobresalen, en el centro de cada lado, el Palacio Imperial, la puerta del Gran Bazar, la Mezquita de los Viernes, pública desde sus orígenes, y la mezquita Lutfullah (significa “la bondad de Alá”), concebida como mezquita privada para uso del shah y de su harén. Su cúpula ha sido cantada durante siglos como la más bella del Islam. En su ápice se dibuja la figura de un pavo real. Cuando el Sol entra por las ventanas superiores de la mezquita, ilumina una parte de los azulejos de la cúpula de un modo tan singular que la luz se despliega como si fuera la cola del pavo real y marca la dirección a La Meca.
La montaña de Mazda
Frente a Isfahan, Teherán, capital de Persia desde el siglo XVIII, luego capital de Irán, tiene poco que admirar, salvo el magnífico perfil que ofrecen a su espalda los montes Alborz, que la separan del Caspio. Es la mayor urbe de Irán, con 15 millones de habitantes, y donde más se pueden apreciar pequeños gestos —el velo que retrasa su posición en la cabeza o que se cae con repetida y calculada frecuencia, medallones con la efigie de Ciro el Grande o el símbolo de Zoroastro— que indican una tímida disidencia frente a las normas impuestas por los clérigos, por el Consejo regido por cerca de ciento cincuenta ayatolás y su líder supremo, Ali Jamenei, cuya imagen resulta omnipresente, junto a la de su antecesor, Jomeini, en el papel moneda, los edificios públicos, los grafitis de los muros urbanos, las escuelas y las mezquitas.
Recorremos el gran bazar, el fastuoso Palacio del Golestán y la plaza de la torre Azadi, donde se ha levantado un monumento al selfi. “Bienvenidos a Irán”, nos repiten, también en Teherán, en cada uno de nuestros encuentros.
Casi a las afueras de la ciudad, nos asomamos al mirador de su estación de esquí para comprobar si nuestra vista alcanza hasta el monte Damavand, la mayor altura de Oriente Próximo, con 5.610 metros. Aquí, en esta cumbre, era donde, según la cosmogonía mazdeísta, se unían el Cielo y la Tierra, donde vivía Ahura Mazda, el Ser, el Sabio. Aquí se inspiraron los primeros relatos de una civilización extraordinaria, un país que la Expedición VIAJAR ha encontrado, de principio a fin de su viaje, acogedor y fascinante.
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