Mérida en un día apasionado de historia
La capital de Extremadura da para mucho. Pero si solo disponemos de un día hay que ir en busca de la esencia romana. Nos esperan monumentos como el teatro, el anfiteatro y el gran museo proyectado por Rafael Moneo.
El Puente Romano de Mérida fue levantado el mismo año en que se fundó la ciudad. Veinticinco años antes de que naciera Cristo, las dos orillas del río Guadiana fueron salvadas por un espigado puente de sesenta arcos y 792 metros, protegido por tres sólidos tramos de rugosa sillería. Para la época, el puente de Emerita Augustarepresentó una de las más extraordinarias obras de ingeniería acometidas por Roma en la Península Ibérica.
Las aguas del Guadiana dejaron de representar un obstáculo para la Vía de la Plata, la evocadora calzada que inundó de riqueza y cultura el occidente deHispania. Hoy, dos mil y pico años después, el puente romano continúa en pie y su misión sigue tan vigente como cuando fue construido.
Hay ciudades donde la historia es asignatura obligatoria para todo aquel que desea conocerlas. Mérida es una de ellas. Aquí la historia anda suelta por cualquier rincón. En 1983 fue nombrada capital de la región de Extremadura y diez años después, en 1993, la Unesco declaró su conjunto arqueológico Patrimonio de la Humanidad.
Ligada a la historia de Roma, sus descendientes y herederos no fueron capaces, ni por asomo, de doblegar el mito que el Imperio Romano apuntaló en este extravagante rincón de la geografía peninsular.
De la riqueza de aquella época da ejemplo el Teatro Romano. Inaugurado en el año 15 antes de Cristo, el monumento fue mandado construir por Marco Agripa, yerno del emperador OctavioAugusto. El coliseo acabó siendo la obra de ingeniería más significativa e imperecedera de Roma en Hispania. Sus tres tramos de cáveas permitían acoger a más de seis mil espectadores embelesados en las representaciones de aquellas tragedias firmadas por los más notables autores grecolatinos.
El teatro de Mérida era un lugar inscrito en la lucha de clases. Se tiene noticias de que los primeros tramos del graderío estaban reservados a los acaudalados patricios y a los poderosos jerarcas de la ciudad emeritense. Los tramos más altos eran pasto de la muchedumbre y la plebe. Hoy, durante los meses estivales, acoge numerosas representaciones inscritas en el prestigioso Festival de Teatro Clásico.
Al lado de este monumento consagrado a la poesía y el arte hay un lugar que apela a los más bajos e innombrables instintos del hombre. Si en el Teatro Romano se recitaba a Virgilio, en el Anfiteatro se desataba la lucha entre el hombre y la bestia hasta que uno de ellos –daba igual quien- hallara la muerte. La historia nos recuerda que fue inaugurado dos años después que el teatro con un sangriento espectáculo que contemplaron más de catorce mil personas. Nada se dice del número de gladiadores que bajaron hasta la arena ni de la clase de bestias que embistieron contra los luchadores. Se cree, no obstante, que debieron ser toros bravos, antepasados de estos otros que son pasados a estoque en los cosos españoles.
Al lado del teatro y del anfiteatro se alza el Museo Nacional de Arte Romano. El edificio no ha cumplido dos milenios como sus vecinos monumentos, pero sí buena parte de lo que contiene. Proyectado por el prestigioso arquitecto Rafael Moneo, el museo es una cita inexcusable para los amantes de la historia.
Otro de los símbolos monumentales de Mérida es el Templo de Diana, situado en el corazón del barrio viejo. En él se alza un conjunto de extraordinarias columnas, rematadas por finos capiteles de orden corintio. Su buen estado de conservación se debe en parte al palacio del Conde de los Corbos, un edificio renacentista que durante siglos sustentó sus galerías y dependencias entre las estructuras del templo.
La ciudad contemporánea mira hacia el Guadiana. Allí se alzan los arcos monumentales, las plazas mayores, las avenidas sombreadas por altos árboles y las callejuelas decoradas con palacetes barrocos e iglesias renacentistas. Es otra Mérida, más moderna, más vigente, más propia de las tierras extremeñas, pero no tan fascinante como aquella que sustenta el aliento perdido de la lejana y evocadora Roma.
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