Madrid, la ciudad Patrimonio Mundial
Madrid cuenta en pleno centro de la ciudad con un entorno único formado por el Paseo del Prado y el Buen Retiro, cuyo excepcional valor acaba de ser reconocido como Patrimonio Mundial de la UNESCO en la categoría de Paisaje Cultural de las Artes y de las Ciencias.
La ambición universal de Felipe II. Los delirios culturales de Felipe IV. Los sueños ilustrados de Carlos III… El toque de distinción de los madrileños a lo largo de los siglos. El gran Madrid del arte, la cultura, la ciencia, el urbanismo y los deleites del contacto con la Naturaleza ya son Patrimonio de la Humanidad. De cabo a rabo del Paseo del Prado, añadiendo en el lote el barrio de los Jerónimos y los jardines del Buen Retiro. El primer Paisaje Cultural Urbano de Europa con marchamo de la Unesco. Un Paisaje de la Luz que deslumbra cada día a miles de viajeros de todo el mundo, ávidos de elegancia, de belleza y de experiencias ciudadanas de alta calidad.
El Prado, los Jerónimos y el Retiro no son los primeros espacios de la región madrileña incluidos entre los 49 hitos españoles catalogados en la lista del patrimonio mundial. Ahí están, antes que ellos, Aranjuez, San Lorenzo de El Escorial y el centro histórico y la Universidad de Alcalá de Henares. Y el Hayedo de Montejo, que se incorporó con merecimiento a la lista de los hayedos primarios y maduros de los Cárpatos y otras regiones de Europa. Pero sí constituyen el primer enclave de la ciudad que adquiere tal condición. Con toda probabilidad no será el último. Solo China e Italia, con 55 designaciones cada una, superan a España en la nómina de esos 1.200 sitios únicos, por su relevancia cultural o natural, que pertenecen al acervo patrimonial común de los seres humanos.
En el caso de Madrid, casi ha habido que crear una categoría especial en la nómina de la Unesco. Únicamente Río de Janeiro, hasta la fecha, ostentaba en su currículo este título universal de paisaje cultural urbano. Es fácil de entender, y de sentir, qué es eso del paisaje cultural urbano cuando se pasea por ciudades como estas. Formas y colores. Personas y personajes. Paseos encendidos. Percepciones luminosas. Ganas de que el tiempo se detenga en la magnitud del instante… Al final, ninguno de los 21 miembros de la comisión internacional votó en contra.
Nigeria y Noruega consiguieron neutralizar la propuesta de la relatora de la Unesco, que quería posponer la votación por falta de tiempo para debatir una propuesta tan “compleja”. Así, la intervención de la princesa Haifa Al Mogrin, embajadora de Arabia Saudita ante la Unesco y encargada de presentar la candidatura madrileña, fue decisiva. La propuesta venía al cónclave con informe negativo del ICOMOS. Para los concienzudos miembros del consejo internacional de monumentos y sitios, organismo asesor de la Unesco, el expediente español reunía “de forma artificial ámbitos distintos, aunque cercanos geográficamente, cuya historia común tomó caminos diferentes hace 500 años”.
Según ellos, lo más conveniente era separar el Retiro de la propuesta. ¿De forma artificial? ¡Nada más lejos de la realidad! Nada más lejos de la continuidad, la unidad de estilo, de experiencia y de sensaciones que representan el Paseo del Prado y el Retiro. Con el barrio de los Jerónimos como pegamento. “Lo que nos piden —dijo ante el informe de ICOMOS Juan Andrés Perelló, delegado de España ante la Unesco— es que Madrid se arranque un pulmón.El Prado y el Retiro son una feliz unión, cuya acta matrimonial se certifica con una cartografía de más de tres siglos de antigüedad”.
El Plano de Teixeira
La cartografía a la que se refería Perelló es el Plano de Pedro Teixeira, de 1656, que certifica la existencia del primer Paseo del Prado que se habilitó en el siglo XVI, como modo de integrar la Naturaleza en el tejido urbano de la recién nacida capital de España.
Cultura, natura y esparcimiento se unieron en el primer proyecto del Paseo del Prado. Los mismos elementos que se invocaron al elaborar el plano palaciego del sitio del Buen Retiro, cuyos jardines constituyen hoy el gran pulmón del centro de Madrid.
Dichos elementos son los mismos que sigue valorando el viajero de nuestro tiempo cuando se acerca a este entorno. Una cierta recreación, en pleno siglo XXI, de aquella urbs in agris de los clásicos, a la que los fitólogos pueden añadir con gozo la joya del Jardín Botánico.
De Madrid, al cielo, dice el adagio castizo. Y sin duda el color intenso del cielo de Madrid, esa luz velazqueña, con sus resplandores y sus colecciones de nubes, tiene mucho que ver en este reconocimiento mundial del eje Prado-Jerónimos-Retiro como “paisaje de la luz”. La luz, también, del arte. Y la de la Ilustración. Y hasta las luces de esta ciudad que presume de no dormir nunca, y de vivir las noches con la misma intensidad, si no más, que los días. Luces que iluminan, en los tramos a veces tan oscuros de la historia, momentos de sueños y de utopía. De pensar en una humanidad renacida, renovada y hermosa. Conciliadora del hombre y de sus ingenios. De la Naturaleza y de la cultura…
Una inspiración fue la de los padres jerónimos, que llegaron a Madrid en el siglo XV con Enrique IV de Castilla confiando en la soledad, el silencio, la oración y la penitencia como modo de acercarse a la unión mística con Dios. Monjes que alojaban a reyes y que amaban, sin embargo, los apartamientos en la Naturaleza. Una pobreza de alcurnia que hoy se muestra por igual en los precios del metro cuadrado en las viviendas del barrio, los más altos de Madrid, que en lo recogido y recoleto de sus calles. Aquí, al arrimo del nombre del padre de la exégesis bíblica, además de su iglesia, testigo de tantos episodios relacionados con la realeza, se descubren otros tantos edificios emblemáticos, desde los hoteles Palace y Ritz hasta el palacio de la Bolsa, pasando por la Real Academia Española: la docta casa. Ese alto Madrid que el viajero busca como contraste de esa otra ciudad popular, viva, callejera, bulliciosa, que surge tan solo unas pocas manzanas más allá… y que sin embargo es el fruto de una misma realidad: la de las clases sociales.
Una inspiración fue también la de Felipe II, que quiso transformar en el siglo XVI el flanco oriental de Madrid, dividiendo y ordenando el Prado Viejo en tres nuevos espacios: el Prado de los Jerónimos (el actual Paseo del Prado), el de los Recoletos Agustinos (prácticamente el actual paseo de Recoletos) y el de Atocha. Alineando longitudinalmente las manzanas junto al arroyo de la Fuente Castellana, o del Olivar, que discurría por el actual paseo de la Castellana. Y plantando, frente a ellas, el orden cerrado de una gran alameda. Un lugar donde era “cosa muy de ver y de mucha recreación la multitud de gente que sale, de bizarrísimas damas, de bien dispuestos caballeros, y de muchos señores y señoras principales, en coches y carrozas”, y donde “se goza en gran deleite y gusto de la frescura y viento en todas las tardes y noches de Estío y de muchas buenas músicas, sin daños ni prejuicios, ni deshonestidades”, como dejó consignado Pedro de Medina en su Libro de las grandezas y cosas memorables de España, de 1595.
Y una inspiración, además de un delirio de grandeza y magna cultura, fue la del Conde Duque de Olivares en el siglo XVII, cuando quiso levantar para su rey, Felipe IV, el palacio más extraordinario de todos los de su tiempo, ampliando el Cuarto Real de los Jerónimos hasta convertirlo en el Real Sitio del Buen Retiro.
El arquitecto, escultor y ensamblador Alonso Carbonel, a las órdenes del Conde Duque de Olivares, fue el encargado de convertir la gran finca real que marcaba los límites del Paseo del Prado de Felipe II en un fantástico complejo palaciego para su nieto. Más de 20 edificaciones distribuidas alrededor de dos grandes plazas, dedicadas a festejos y conmemoraciones. El lujo onírico y deslumbrador de una pequeña ciudad, con todos sus caprichos. Para Felipe IV y para Carlos II el Retiro fue eso, un lugar de expansión y de amenidad, de batallas de barcos en los estanques y meriendas en bosquecillos arcádicos, digno del esplendor (todavía) de la corte de los Austrias, y lejos de la rigidez casi medieval del Alcázar Real.
Cuando llegaron los Borbones, a Felipe V el Buen Retiro le gustó. Pero le pareció poco. De hecho, le encargó a Roger de Cotte dos fastuosos proyectos de ampliación y remodelación destinados a convertir el real sitio en un nuevo Versalles. Pero ni las arcas reales ni los ánimos de los madrileños, tras la guerra de Sucesión, estaban entonces para tales dispendios. Sin embargo, el terrible incendio que se produjo en el Alcázar en la Nochebuena de 1734 llevó al rey a pensar en convertir el palacio de recreo en residencia oficial. Él inició el proyecto, que inauguró Fernando VI y que, paradójicamente, terminó abandonando su sucesor, Carlos III, quien prefería irse de caza por los reales sitios distribuidos alrededor de la capital. Hasta el punto de acabar cediendo el palacio, tras el célebre Motín de Esquilache, como cuartel para los regimientos de Aragón y de los Suizos de Reding.
La decadencia y muerte del sueño real del Buen Retiro terminó de fraguarse con Carlos IV, pero sobre todo con los desastres de la guerra de Independencia.
Dos salones singulares
El conjunto palaciego se convirtió en fortín y cuartel de las tropas francesas, y cuando el general Pakenham entró en Madrid, tras bombardear el recinto, los propios madrileños se aplicaron en el saqueo y destrozo del lugar. Cuando regresó Fernando VII, lo único que estaba en pie era lo que había alrededor de la llamada Plaza Grande. Su hija, Isabel II, no tuvo empacho en vender la parcela al Estado, hasta que el Gobierno provisional de 1868 acabó por echarlo todo abajo… excepto el Salón de Reinos y el Salón de Baile. El primero, destinado a las grandes recepciones reales, terminó siendo Museo de Artillería y, durante largos años, Museo del Ejército. El segundo, más conocido como el Casón del Buen Retiro, se convirtió más tarde en gabinete topográfico, y tuvo el honor de acoger, durante un tiempo, al Guernica de Picasso, cuando regresó a España desde los Estados Unidos. Los dos están hoy felizmente recuperados para integrarse en el gran proyecto de ampliación del Museo del Prado.
La Colección Real de arte, conservada, transmitida y ampliada por todos los monarcas españoles desde los Reyes Católicos, es la base primera de los fondos del Prado. A Felipe II se debe el concepto de la colección como bien institucional, y no ligado, como en el caso de su padre o sus abuelos, a las personas, y por lo tanto sujeto a las disposiciones de las herencias. Con la pinacoteca de Carlos I, que tuvo a su servicio a Tiziano, y la de su tía, María de Hungría, Felipe II constituyó la primera serie de la Corona, que su nieto, Felipe IV, quiso ampliar hasta convertirla en la más importante de todas las colecciones reales de su tiempo: más de dos mil nuevas pinturas, entre ellas 800 para el Buen Retiro. Los cuarenta años de Velázquez al servicio de Felipe IV permitieron, además, incorporar al conjunto al que sin duda es su pintor más emblemático.
Más pendientes de sus hechizos que de otra cosa, poco se habla, en general, de la aportación del reinado de Carlos II, pero lo cierto es que para su corte trabajaron también algunos de los grandes artistas europeos de la época, como el napolitano Lucas Jordán. En tiempos de Felipe V se produjo, como se ha dicho, el incendio del Alcázar de Madrid, en el que se perdieron 537 pinturas. El rey hizo llevar entonces la mayor parte de la colección al Buen Retiro, e incorporó nuevas adquisiciones, entre ellas las de Murillo, además de la colección de Cristina de Suecia y del llamado Tesoro del Delfín, que había recibido en herencia. Con Carlos III llegaron al Salón de Reinos las obras de Rembrandt, así como el edificio de Villanueva, donde finalmente terminaría toda la serie. Y con Carlos IV, las de Goya.
El antecedente del Prado
Además de lo que se perdió en el incendio del Alcázar, la otra gran merma de la Colección Real se produjo durante la francesada, cuando José I Bonaparte quiso llevarse, en su huida, más de 200 obras de pequeño formato, entre las más valiosas del conjunto. El Duque de Wellington interceptó el convoy tras la batalla de Vitoria y, cuando se lo quiso devolver a la Corona española, Fernando VII… se los regaló al general británico en pago por sus servicios. Lo que los ingleses llaman The Spanish Gift. A pesar de eso, el empeño de la esposa del rey felón, Isabel de Braganza, fue decisivo para recuperar el antiguo gabinete de Historia Natural, del que los franceses habían utilizado hasta las planchas de plomo de los tejados para hacer balas, y para transformarlo en pinacoteca.
El Museo Real de Pinturas, antecedente inmediato del Prado, abrió por primera vez sus puertas en 1819, con apenas trescientos once cuadros expuestos en tres salas. Junto a la Colección Real, los fondos del antiguo Museo de la Trinidad, fundado como museo nacional de pintura y escultura a partir de las obras de arte de conventos y monasterios obtenidas tras la Desamortización, constituyen el núcleo más importante de la colección del Prado, que no tomó este nombre hasta el año 1920. Sucesivamente se fueron incorporando nuevas series y fondos, como los del Museo de Arte Moderno, a los que se sumaron también de manera permanente las nuevas adquisiciones de la pinacoteca. Al final, más de ocho mil pinturas, más de nueve mil dibujos, cerca de mil esculturas y cerca de seis mil estampas, además de piezas de artes decorativas, armas y armaduras, medallas, fotografías, libros y mapas.
¿Bastaría todo esto para que el Museo del Prado, por sí mismo, fuera reconocido como Patrimonio de la Humanidad? Seguramente sí. Pero junto al valor intrínseco de la que puede ser considerada como una de las pinacotecas más valiosas del mundo, la preferida de los pintores, una nueva realidad, surgida a finales del siglo XX, ha sido sin duda decisiva para tal consideración. Tras la apertura, en 1992, tanto del Centro de Arte Reina Sofía como del Museo Thyssen-Bornemisza, los posibles huecos que dejaba el Prado en épocas y en pintores determinados se fueron cubriendo de manera sucesiva. A los tres grandes de la Colección Real, Velázquez, Goya y Murillo (¿deberíamos añadir a Rembrandt?), se sumaron entonces Picasso, con el Guernica, y un puñado de nombres imprescindibles en el gran universo de las bellas artes, como los de Dalí, Miró, Juan Gris, Caravaggio, Van Gogh o Monet… ¡Unos al lado de los otros, apenas a unos metros! Esa Milla o ese Triángulo de Oro que sí, verdaderamente, es algo único en el planeta.
Los jardines del Buen Retiro
Así pues, en medio de la elegancia de lo que hoy es un barrio residencial de edificios de fuste, restaurantes de alta cocina y algunos bares de tapeo distribuidos estratégicamente por sus calles regias y tranquilas, quedan en pie y con nueva vida el Salón de Reinos y el Salón de Baile, los pecios del naufragio de aquel gran capricho de caprichos que fue el palacio del Buen Retiro. Pero quedan también, testigos y herederos de aquella época, esos 19.000 árboles que se reparten por las 120 hectáreas de sus jardines.
Dichos jardines continúan, en medio del flujo urbano de una de las ciudades más dinámicas de Europa, iluminando las fantasías sosegadas del paseante con sus estructuras evocadoras, sus puertas monumentales, sus estatuas, sus fuentes, sus palacetes, sus estanques, sus monumentos, sus rías, sus bosques domésticos… Y sobre todo con la permanente explosión de vida, de color y de música de sus rincones: los artistas circenses, los títeres, los mimos, los enamorados, los deportistas… los asiduos a la Feria del Libro y a las casetas de ocasión de la Cuesta de Moyano o los lectores de la biblioteca Eugenio Trías, levantada sobre las instalaciones de la veleidosa Casa de Fieras de Carlos III. Biblioteca con jardín, o jardín con biblioteca, en el más noble predio de las aspiraciones del hombre, según Cicerón.
Con el gran Madrid de Carlos III, “el mejor alcalde” de la ciudad, está relacionada la penúltima visión mayestática y sublime sobre este entorno singular. El Conde de Aranda fue el impulsor; José de Hermosilla, el urbanista, y Juan de Villanueva y Ventura Rodríguez, el arquitecto y el escultor principales del magno proyecto del Salón del Prado, máxima visualización de esa luz de la Ilustración que definió el siglo XVIII europeo. Sobre los dioses de la cultura clásica, las aspiraciones científicas de la modernidad, perfectamente integradas en un entorno verde. Un Gabinete de Historia Natural. Un Real Observatorio Astronómico, en lo alto de la colina de la ciencia. Un fastuoso Jardín Botánico con especies vegetales de todo el mundo… Cibeles y Neptuno, desde sus fuentes, presidiendo este idílico paisaje urbano. Y, en el centro de todos los centros, un Apolo en cuyo rostro, si nos acercamos bien, podemos reconocer algo más que las regias narices del tercer hijo varón de Felipe V. Una vez más los árboles y el agua. La belleza y la sabiduría de los renacimientos. Y alrededor de este gran salón, santo y seña del Madrid universal, de nuevo algunos grandes hitos: la Puerta de Alcalá, el Palacio de Buenavista, el de Villahermosa (que hoy acoge al Museo Nacional Thyssen-Bornemisza), el de Linares, el de Comunicaciones (sede del Ayuntamiento), el Banco de España…
Visiones históricas que se superponen en el camino entre bulevares. Fantasías que se extendieron después por el siglo XIX y por el XX, hasta terminar forjando aquí mismo, en este espacio de luz, el último de los grandes sueños de Madrid: el de convertirse en la capital mundial de la pintura. Un poderío al que se suman, sin salir del marco, otros museos, galerías y grandes espacios culturales y de exposiciones, como el CaixaForum. Sin duda, junto a la Plaza Mayor y al conjunto de la Plaza de Oriente y el Palacio Real, el espacio preferido por los cerca de ocho millones de viajeros extranjeros que vienen cada año a la capital de España. Un sueño detenido que se compone de muchos sueños acumulados a lo largo del tiempo. Una fábula puesta a disposición del visitante universal. Y ahora, de la Humanidad.
El binomio Paseo del Prado/Parque del Retiro vivió su primera aspiración a convertirse en Patrimonio Mundial en el año 1992. El año de la gran proyección de España en el mundo. La Exposición Universal de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona, sin embargo, se llevaron ese año todos los recursos. A Madrid, que le tocó entonces ser Capital Europea de la Cultura, no le quedó otra cosa que el arranque de la crisis profunda que se inició ese mismo año. El segundo asalto a la Unesco no surgió hasta 2014. Esta vez, sin embargo, el empeño no sólo contó con el apoyo absoluto de todos los alcaldes de Madrid desde entonces, sino también con el de las más altas instancias del Estado. Siete años después, el Prado de los Jerónimos, el Buen Retiro, el Salón del Prado y la Milla de Oro del Arte han pasado la prueba. Madrid ya está en el cielo.
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