Cabo Verde, las islas de la 'morabeza'
La vida discurre pausada en este archipiélago de sangre africana y alma portuguesa. Un lugar ajeno al resto del mundo en el que la riqueza se mide en belleza natural, música nostálgica y cultura criolla.
Tienen en Cabo Verde una palabra para expresar la manera de afrontar la vida en estas islas perdidas en mitad del Atlántico, a unos 600 kilómetros de Senegal. Morabeza es hospitalidad y gentileza, es simpatía y ternura. Es la cálida amabilidad que define a sus gentes, la añoranza que se filtra por su cultura. Es, como los mismos caboverdianos responden cuando a menudo se les inquiere, un término sin traducción: no se puede explicar sino sentir. “Es que denota algo muy propio”, explica Nelson Fortes, un joven guía local, mientras esboza una enorme sonrisa. “Algo que se parece a la tristeza, que va más allá de la saudade, que forma parte de nuestra esencia”, añade, consciente de que este archipiélago es un territorio ajeno al resto del mundo.
Porque Cabo Verde, claro, tiene mucho de Europa, como atestigua su pasado portugués y la similitud con las Islas Canarias. Pero su aroma y su sabor, su ritmo y su color, el exotismo que, en definitiva, barniza su vida es irremediablemente africano. Tal vez en este mestizaje reside la morabeza. “Incluso al comunicarnos dejamos traslucir la influencia de distintos pueblos”, recuerda Nelson a propósito de las dos lenguas imperantes: el portugués, que es el idioma oficial que todos aprenden en la escuela, y el criollo, que es el que se habla en la calle y (ojo a este nuevo indicador) se emplea en las redes sociales.
Cabo Verde es también un extraño universo paisajístico. Todo cabe en estas 10 islas repartidas en dos grupos que se conocen como Barlovento (norte) y Sotavento (sur): desde escenarios volcánicos hasta playas deslumbrantes, pasando por valles tropicales y páramos desérticos. Una diversidad que demuestra que aquí la verdadera riqueza es la naturaleza. Y también que cada una de estas piezas del puzle goza de su propia identidad.
Sal y Boa Vista son las dueñas de las mejores playas, Santiago exhibe el verde que lleva el nombre del país, Fogo cuenta con el único volcán activo, Santo Antão está envuelta en un manto selvático… y así, una por una, trazan el tejido de este lugar que está, a la vez, tan lejos y tan cerca. Aunque es un destino al que se puede viajar por cuenta propia, muchos deciden hacerlo con un touroperador para sortear la dificultad de las conexiones y la irregularidad en los transportes —Soltour, por ejemplo, opera desde varias ciudades españolas—.
Hay algo que, sin embargo, une a todas las islas: la pasión por una música que no llegó a los oídos europeos hasta bien entrados los años noventa. Fue cuando apareció Cesária Évora, con los pies desnudos sobre el escenario y una voz que atrapaba el sonido del mar y calaba como la lluvia fina. Una voz que, desde el puerto de Mindelo, en la isla de San Vicente, llegó a conquistar los mejores auditorios, de Monte-Carlo a Hong Kong, de Melbourne a Nueva York. Y que juntó con otras voces ilustres, como la de Compay Segundo o Caetano Veloso, en conciertos memorables que descubrieron al mundo la melancolía de la morna. Este género caboverdiano, que canta a la tristeza del exilio y al anhelo del regreso, trasluce el sentimiento de los nativos en un país donde casi la mitad de la población se ha visto forzada a emigrar en busca de una vida mejor.
“La música, como la sonrisa, la llevamos en nuestro ADN”, explica Lito Coolio, guitarrista y cantante de la isla de Sal, minutos antes de iniciar su recital en Eh Nois, un garito de la capital donde toca cada día a la caída de la tarde. “La morna sirve para ahuyentar la nostalgia, pero también tenemos ritmos más festivos como el funaná o la coladera”, explica, orgulloso de este arte que aprendió de manera autodidacta, escuchando a los marineros en las tabernas. “Como lo hizo también nuestra reina descalza”, apunta.
Esta música, que es la banda sonora de Cabo Verde, se ha quedado impregnada en las paredes de Sal, en los murales que colorean las calles al más puro estilo africano. Para ello está el trabajo de Randy Pinto, un artista que reproduce los retratos de las grandes figuras de estas islas para que su mirada quede siempre presente. Ahí está Cesária, claro, pero también Tito Paris, Ildo Lobo y Adriano Gonçalves, más conocido como Bana. Y otros músicos anónimos, alejados de los cánones del marketing contemporáneo, pero que bien merecerían un puesto de honor en el mapa melódico del mundo.
En este archipiélago, que logró la independencia de Portugal en 1975 y que hoy se jacta de mantener una de las democracias más estables del continente negro, la vida discurre de manera sencilla, sin las alharacas feroces del progreso. Y aunque aquí casi todo debe ser importado, la economía se sostiene con los exiguos ingresos del turismo y con el motor de una pesca libre, sin control, en la que el precio fluctúa según la captura. Basta acercarse a media mañana al muelle de Santa María, en la isla de Sal, para contemplar el trasiego de los barcos que regresan de faenar. Es entonces cuando se improvisa una suerte de bullicioso mercado, en el que las mujeres negocian directamente con los pescadores para, satisfechas al fin, llevarse a casa su compra en cestos sobre la cabeza.
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Con ello darán forma a ricas recetas que, casi siempre, tienen como base pescados y mariscos. Porque también la gastronomía resulta modesta, sin tan siquiera ese abuso del picante tan común por estas latitudes, pero sin dejar por ello de ser tremendamente sabrosa. Como muestra está la cachupa, el plato nacional, una especie de estofado cocinado durante horas con maíz, frijoles, pimiento, ñame, batata y pescado (la mayoría de las veces), aunque en épocas boyantes se elabora con carne.
Para preservar, precisamente, la autenticidad de los productos de Cabo Verde, y no solo de los culinarios sino también de los artesanales, nació Djunta Mo Art, un pequeño local de Sal consagrado al comercio justo. “La idea es mejorar la vida de los productores y prestarles apoyo desde la creación hasta la venta final”, explica Gélica Correia da Cruz, antes de enumerar las acciones que se llevan a cabo para dignificar a las comunidades desfavorecidas, para promover un consumo responsable, para evitar la explotación y la desigualdad. “Colaboramos con organizaciones de mujeres caboverdianas, apoyamos a asociaciones sin ánimo de lucro y garantizamos la ética en nuestros productos”, resume. Entre ellos, el café de Fogo, las mandingas (caretas) de San Vicente, las mermeladas de guayaba de San Nicolás… y el grog, presente en todo el archipiélago. “Para este aguardiente de caña de azúcar siempre hay un buen momento”, bromea.
La tortuga, en artesanías de coco y hojas de maíz, también es común en todas las islas puesto que es el símbolo del país. Porque muchos no lo saben, pero Cabo Verde tiene el honor de ser el principal punto de desove mundial de la caretta caretta, más conocida como tortuga boba. Para hacernos una idea: solo en la isla de Sal hay más ejemplares que en todo el Mediterráneo. “Hasta 150.000 nidos se han llegado a contabilizar en un año”, recalca Albert Taxonera, director de Projeto Biodiversidade, una ONG que lucha para evitar sus amenazas: la destrucción del hábitat, la pesca no selectiva, la contaminación marina… Una hermosa labor con la que proteger a esta especie que, en su tierno comportamiento reproductivo, regresa siempre a la playa donde nació para poner allí mismo sus huevos. Y si lo hace en los arenales de Cabo Verde, será que también sabe de morabeza...
Vecinos de Cabo Verde
Lito Coolio, guitarrista y cantante
Su música está impregnada de la mejor tradición de la morna, el género que popularizó Cesária Évora y que, en palabras de este cantante y guitarrista, “trasciende el tiempo, la lengua y la geografía”. Consciente de la importancia que tiene el ritmo en todas las islas de Cabo Verde y del interesante panorama que se vive en la actualidad, reconoce el mérito de sus antepasados, que lograron transmitir este saber en una época en la que resultaba complicado hacerse con instrumentos. “Ahora es más fácil con YouTube, pero antes la única manera de aprender a tocar era escuchando música en vivo”, señala.
Randy Pinto, artista
Un accidente de la infancia le causó deficiencia de audición y desde entonces su manera de expresarse ha sido a través del arte. Pintor, escultor y artesano, no solo crea piezas preciosas (cuadros, láminas, figuras…) desde su atelier (que está abierto al público en la ciudad de Espargos, en la isla de Sal), sino que también decora las calles con sus enormes y coloridos murales. No hay rincón que no lleve su impronta. Entre otros muchos motivos, Randy pinta a los grandes músicos de Cabo Verde para que su mirada quede inmortalizada en los muros y fachadas.
Gélica Correia da Cruz, dependienta
Djunta Mo Art, la tienda en la que trabaja, emplazada en Santa María, garantiza que todos los productos que se ofrecen son de comercio justo. Es decir, “de productores locales que acceden directamente al mercado en condiciones equitativas”, según explica esta joven, orgullosa de promover esta noble filosofía.
“Es muy importante hacerlo en estas islas, donde la vida a veces es precaria”, se lamenta, para dejar claro después que a Cabo Verde no lo cambia por nada. “La belleza natural y la calidez de las gentes lo convierten en un paraíso.”
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