Antártida: el sueño viajero de quienes aman los mapas
No existe un lugar más salvaje, ni más puro, ni más extremo que la Antártida. Para muchos, es, además, el más bello. Un territorio aún, en gran parte, virgen, que se puede alcanzar a bordo de cruceros preparados para navegar hasta el paraíso helado. Un gran viaje para quienes aman la naturaleza y, sobre todo, los mapas.
Bienvenido al fin del mundo. No hay amante de los mapas que no se emocione frente al cartel con que le recibe la ciudad de Ushuaia. Está situado en el puerto, junto a la dársena donde anclan los cruceros que viajan a la Antártida. Esta temporada habrá récord. Se espera el paso de 46 cruceros y 104.000 cruceristas. Un nuevo hito para Ushuaia, transformada por su condición de puerta principal de entrada a la Antártida. En 1980, tenía 11.000 habitantes; en 1990, 30.000; hoy suma 190.000. Hace tan solo unas décadas, era un lugar extremo, azotado por los vientos y los fantasmas del siglo en que fue presidio. Hoy, se suceden sin pausa tiendas, hoteles y restaurantes. De no ser por el cartel, nadie sabría que esto es el fin del mundo.
De los 46 cruceros inscritos para esta temporada, el más joven, botado en noviembre de 2022, lleva el nombre de Sylvia Earle, bióloga, exploradora, Premio Princesa de Asturias de la Concordia, Héroe del Planeta según la revista Time. Es un nombre acorde con los nombres de los canales, islas, glaciares y bases que jalonan el viaje a la Antártida. Casi todos pertenecen a exploradores, científicos o aventureros. El norteamericano Wilkes da nombre a una tierra; el británico Ross, a un mar; el belga Gerlache, a un estrecho; el francés Dumont D’Urville bautizó un territorio en honor a su mujer, Adelia, que también es el nombre de una especie de pingüinos.
El crucero Sylvia Earle abandona el puerto de Ushuaia y se dirige al Atlántico Sur por un canal que también tiene un nombre importante: Beagle, el nombre del barco en el que viajó Charles Darwin. Desde su cubierta, todos los pasajeros aprovechan la aún plácida navegación para despedirse de Ushuaia y fotografiar los roquedos donde anidan los cormoranes imperiales y se solazan los leones marinos. Petreles, skúas, charranes y otras aves marinas acompañan el viaje de la embarcación. Entre todas, destaca el fascinante vuelo del albatros: pegado al mar, ajustado a cada pliegue de las olas. Pronto, el barco se enfrentará a su prueba de fuego, navegar por las aguas más violentas del mundo: el pasaje de Drake.
El paso o pasaje de Drake, también llamado mar de Drake, es un área de ochocientos kilómetros cuadrados, con fuertes vientos, poca visibilidad y violentas corrientes marinas, un temible escenario al que se añaden cambios climáticos repentinos y graves problemas de cobertura para los radares. Es una de las zonas marítimas más complicadas del mundo, donde confluyen las aguas del Atlántico y del Pacífico. Lleva el nombre de Francis Drake, en memoria de su viaje alrededor del mundo. Pero debería llevar el nombre del primer marino que, empujado por las tormentas, llegó a navegar por estas aguas: Francisco de Hoces, capitán del San Lesmes. Algunos mapas españoles y argentinos hacen justicia al paso del San Lesmes y denominan a este furioso pasaje, entre Sudamérica y la Antártida, el mar de Hoces.
El tercer día de navegación, las aguas y los vientos se aplacan, vuelven los petreles y los albatros y ya hay viajeros, enfundados en parcas y cortavientos, que se atreven a regresar a cubierta. No hace un frío excesivo, los termómetros no llegan a bajar por debajo de cero grados, ayudados por la presencia del Sol que ya es continua: 24 horas diarias. La emoción crece cuando los pasajeros situados más cerca de la proa avistan el primer iceberg, la primera señal de la proximidad del continente helado, todo un símbolo de la Antártida.
Los primeros icebergs que se avistan en el viaje son témpanos marinos formados en el mar que ahora se derriten. “Bandejones” les llaman en Argentina. Pueden competir en tamaño con los que nacen de los hielos continentales. Se han avistado icebergs marinos de 100 metros de altura, 90 kilómetros de largo y 75 kilómetros de ancho. Montañas de hielo que solo desvelan parte de su masa, el resto queda oculta bajo el agua. La Antártida los fabrica. Se estima que en el océano Antártico pueden encontrarse, por temporada, unos 300 000 icebergs. Para los barcos, los peores son los que poseen un color verde oscuro. Formados por un hielo muy duro, compacto, sin apenas aire, asoman una mínima parte de su superficie y suelen crepitar constantemente, emiten un ruido característico. Se les llama “gruñones”.
La vida a bordo adquiere otro ritmo ante la proximidad del continente. Se suceden las conferencias y explicaciones sobre los turnos de desembarco, el comportamiento en las zódiac, las actividades previstas y, lo más importante, la regla número uno del turismo antártico: la obligación de no dejar huella. La Asociación Internacional de Operadores Turísticos de la Antártida, IAATO por sus siglas en inglés, ha establecido más de 40 códigos de conducta. El mensaje prioritario es claro: la Antártida es la zona despoblada más grande y preciosa de la Tierra, por favor, manténgala así. No deje nada, excepto huellas; no se lleve nada, excepto fotografías.
Por fin, la Antártida. El barco navega lentamente entre las islas que circundan la península antártica, en busca de su primer gran objetivo: cruzar el Círculo Polar Antártico, el meridiano situado en los 66º 33’ de latitud sur. Las emociones se disparan, el destino ya no es un sueño: se avistan glaciares, colonias de pingüinos, islas que parecen forjadas solo por el hielo, un mar de color cobalto que contrasta con el blanco inmaculado de la costa y el cielo, inmenso, de color azul.
No existe un lugar más salvaje, ni más puro, ni más extremo que la Antártida. Con una temperatura media de 57 grados bajo cero, es el lugar más frío del planeta, el único donde se han registrado temperaturas de hasta 89 grados bajo cero. Contiene la meseta más alta, el desierto más árido y la mayor masa de hielo. En verano, ocupa cerca de tres millones de kilómetros cuadrados; en invierno, cuando las aguas heladas forman la banquisa en torno al hielo continental, la Antártida suma quince millones de kilómetros cuadrados, treinta veces el tamaño de España. Solo quedan al descubierto, sin una capa de hielo que, de promedio, tiene un grosor de kilómetro y medio, unos 260 000 kilómetros cuadrados que suponen la suma de la superficie de los archipiélagos cercanos a la costa, las cumbres que emergen del hielo y los oasis interiores, las regiones secas.
Entre pingüinos y ballenas
Las lanchas neumáticas acercan a los viajeros a su primer contacto con la Antártida. El desembarco ha estado precedido por la llegada a tierra de un equipo de biólogos del crucero que exploran la zona. Las estrellas del primer contacto son, sin duda, los pingüinos. Algunos se pasean entre los turistas, sin miedo. Mueven sus cabezas de izquierda a derecha para poder ver a los visitantes primero con un ojo y luego con el otro, varias veces, pero no tantas como para apartarse de sus obligaciones; buscar comida, proteger el nido, cuidar de los más pequeños.
Las zódiacs realizan dos salidas al día. Cada tarde, las lanchas prefieren navegar entre los hielos. No hay olas, solo el rumor del agua golpeada por el hielo. Las cámaras se disparan cuando se divisa una foca cangrejera dormitando encima de un gran témpano. La suerte máxima es ver, de cerca, desde la lancha, un ejemplar, un par o un grupo de ballenas. En estas aguas se encuentra la mayor variedad de ballenas del globo: azules, jorobadas, minke y francas australes, además de cachalotes, orcas, zifios y delfines. Las jorobadas son las más juguetonas y desenfadas de todas las ballenas. Así las describió Melville, el autor de Moby Dick, a quien le llamaba mucho la atención la inclinación de las jorobadas a vagar sin rumbo fijo.
Entre las grandes experiencias del viaje se encuentra, también, la visita a una base científica. La primera base en la Antártida fue argentina. Se instaló en 1904, fue la única estación científica en el continente hasta 1943. Hoy se estima que operan unas 80 estaciones de 30 países. En las Shetland del Sur se encuentran las dos bases españolas: Gabriel de Castilla y Juan Carlos I, la primera que se estableció, hace ya cuatro décadas, gracias al empeño del oceanógrafo Antonio Ballester, impulsor de la presencia española en la Antártida.
Para los científicos, la Antártida es un escenario único: huellas de meteoritos, lagos subglaciales, archivos geológicos, el agujero de ozono (dos bases de la Antártida lo descubrieron) y, por supuesto, el cambio climático. También se investiga la sorprendente vida bajo el hielo. La flora es escasa y rara; la fauna, aún más singular. El animal terrestre autóctono más grande es una mosca. Los peces más comunes, los llamados “peces del hielo”, producen glicoproteínas que actúan como anticongelantes.
Doblado el Círculo Polar Antártico, la ruta del Sylvia Earle pone rumbo a las Georgias del Sur. A medida que se acerca a estas islas, se anuncian conferencias de los viajes de James Cook y, sobre todo, de Ernest Shackleton, el explorador cuyo frustrada Expedición Imperial Transantártica marcó el fin de las expediciones polares. Su barco, el Endurance, zarpó desde las Georgias del Sur en dirección al mar de Weddell. Quedó inmovilizado en una banquisa de hielo, durante meses, hasta que se partió en dos. Entonces, Shackleton ordenó a sus hombres embarcar en los botes salvavidas y remar hasta alcanzar la tierra más cercana, que resultó ser la isla Elefante, a 550 km del lugar donde se quebró el barco. Apsley Cherry-Garrard, que conoció a Shackleton en una expedición anterior, dice en su libro El peor viaje del mundo: “Para un viaje científico y organizado, quiero a Robert F. Scott; para una carrera al Polo y nada más, a Roald Amundsen; pero si estoy en un maldito agujero y quiero salir, dadme, por favor, a Shackleton”.
Después de las Georgias, el barco busca las Malvinas. Dos días después, cumplidas 23 jornadas de navegación, el Sylvia Earle vuelve a embocar el Canal de Beagle. Para muchos, quizá para todos los viajeros, este ha sido el viaje más singular, emocionante e inolvidable de sus vidas. La Antártida, el mito soñado por cualquier viajero. El paraíso congelado. Mil kilómetros al sur del fin del mundo.
La mayor colonia de pingüinos rey
La colonia de pingüinos rey de la bahía de San Andrés, en las Georgias del Sur, se estima que reúne más de 150 000 aves. Es la mayor concentración de pingüinos rey del mundo. En total, en las costas de la Antártida, se estima que hay cerca de 22 millones de pingüinos. Son las aves mejor adaptadas. Su sistema de aislamiento les permite soportar temperaturas bajo cero mientras el núcleo de su cuerpo conserva 38 grados de temperatura corporal. De las 18 especies de pingüinos existentes, seis se localizan en la Antártida.
El mayor de todos es el pingüino Emperador, la única especie, endémica, que se reproduce durante el invierno antártico y realiza caminatas de hasta 120 kilómetros para aparearse o alimentar a sus crías. Su aspecto es muy similar al del segundo pingüino más grande, el pingüino rey. El resto de especies que se pueden ver en las costas del continente helado se diferencian sobre todo por el diseño de su cabeza: el pingüino Macaroni luce una cresta amarilla sobre sus ojos; el Barbijo, una línea negra por debajo del maxilar inferior; el Papúa (llamado pingüino Juanito en Argentina) tiene el pico rojo y un collar blanco en torno al cuello; y el Adelia, la cabeza totalmente negra y un círculo blanco alrededor de sus ojos.
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