Vuelo al monte de la memoria, por Luis Pancorbo

Se me ha difuminado cómo era el Gorbea hace medio siglo, salvo lo verde, el hambre, la sed, la fatiga...

Vuelo al monte de la memoria, por Luis Pancorbo
Vuelo al monte de la memoria, por Luis Pancorbo / Ximena Maier

Nunca sabes cuándo aparecerá la memoria, la que, como la Reina Roja de Alicia, tiene que ir muy aprisa para permanecer en el lugar donde está, y correr el doble si quiere llegar a otro sitio. Aunque hay más miga ahí del mono evolutivo. El caso es que el recordar te da una gran alegría en los viajes y, sobre todo, en las vueltas. Al lado mío en un vuelo de El Cairo a Madrid se sentó Salva, y junto a la ventanilla su mujer, Blanca. Una pareja de viajeros de Vitoria que venían de Jordania. Habían alquilado un coche para recorrer el país a lo largo, a lo ancho y a lo alto, porque también suben a los montes, agarrándose a un tipo de rocas rojizas que se deshacen "como papel de lija". Les ha impresionado el desierto del Wadi Rum, se han quedado varios días en Petra explorando más allá de la clásica estampa del Tesoro, y al bañarse en el Mar Muerto sintieron una ingravidez como la del espacio. Pero la mejor prueba de su pasión viajera es que vuelven a Madrid, cogen en el aeropuerto el autobús para Gasteiz, se incorporan a sus trabajos -él en una fábrica de troqueles para motores de coche y ella en otra de abrasivos- y a volver enseguida al mismo Mar Muerto, pero por la parte de Israel. Ahora no les daba tiempo.

Lo que más claro tienen es que viajar está entre lo mejor que uno puede hacer en la vida. Por si fuera poco, el hobby de Salva es el vuelo. Va de copiloto en una avioneta de un amigo, despegan de Vitoria y, de repente, atravesando las nubes, ven un valle tan bello como el de Orduña. Ahí es cuando se me descorren los velos del tiempo, y me veo de niño caminando a la peña de la virgen hueca de la Antigua. Es el primer monte serio que recuerdo haber subido y aún me lo creo más al mirar alguna foto en blanco y negro. Más tarde subí con la familia al Gorbea, eso ya desde Vitoria, y aún me llegan jirones de recuerdos, de una noche en el refugio, agotado por lo que acaso me sirvió de bautizo para cuando luego en la vida me tocó andar por los Obarenes de Oña, por los Montes de la Estrella en Papúa, por el glaciar de Colloriti... En aquel vuelo estaba claro que iba de picos del recuerdo. Uno acababa de subir al monasterio copto de Debre Bizen, en Eritrea, a 2.432 metros. Temí que me rechinaran las duelas del barril. Pero, si lo consigues, los monjes te dan una palangana para lavarte los pies, y divisas un paisaje tan grande que contiene un mundo. No es lo mismo que la mirada de la hormiga, que tendrá también sus virtudes, eso uno no lo discute.

Así iba pasando el vuelo, pulverizando el tiempo y estirando la memoria. No me extraña que Salva tenga otra afición, que es la de los vuelos simulados. Me dice que ya sabe pilotar virtualmente un pequeño Airbus, y que a veces está tan inmerso en sus maniobras que cuando Blanca le dice que ya está la cena, él le pide que aguarde un momento. Está en un momento delicado, quizá tratando de aterrizar en Hong Kong. O en Bilbao, que tampoco es manco.

¿Cómo se puede vivir sin viajar? Pues no se puede, como tampoco amputar las remembranzas. La vida es un viaje, o al contrario, no importan las definiciones. Se me ha difuminado cómo era el Gorbea hace más de medio siglo, salvo lo verde, el camino, el hambre, la sed, la fatiga, el refugio... Vi brumas pero no recuerdo a Mari, la dama de la niebla. Sería porque la diosa Mari vive en el monte Anboto, en la provincia de al lado. Por el Anboto no faltan ermitas y vírgenes como Santa Bárbara o Santa Polonia. En Debre Bizen no quieren mujeres, ni camellas, acaso permiten las gallinas. No saben lo que se pierden. Algunos que tienen agallas para contornear una senda ante un barranco del Anboto aseguran que en Mariurrika Kobea, la cueva de Mari, se la puede ver peinándose los cabellos rubios con un peine de oro. Y, si no, relees en Barandiarán la "antroposfera que envuelve a Anboto", y lo revives míticamente como cuando, viniendo un día de El Cairo, sale a colación un vuelo sobre el valle de Orduña, y se te abren las carnes del recuerdo.

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