Viajar en el tiempo todavía es posible, por Carlos Canicero
El viaje al pasado está en nuestro comportamiento. Hay que disponer del tiempo necesario para no tener prisa.

Tengo una ensoñación recurrente y reiterada. Aspiro a recorrer, introduciéndome en tiempos pasados, viejos escenarios hoy extemporáneos por la irrupción de la modernidad. Mi hijo Carlos me alerta de los riesgos de mi edad. Pero no estoy inquieto por eso, porque no me molesta ninguna innovación. He conseguido transitar del télex a Twitter con una relativa eficacia. Mis primeros artículos tenía que teclearlos en la oficina de correos. Llegó el fax y eso sí que fue una revolución. Y ahora, las redes sociales y los móviles. Miro las cabinas de teléfono con nostalgia: no encontrar a alguien al otro lado no era un drama.
Hay películas que me apasionan por su estética. Pongo en primer lugar las que sitúan la trama en Miami o La Habana de los años 50. Esa estética del racionalismo algo kitsch. Me fascina el hotel Riviera, en el malecón de la capital cubana. Con su trampolín de alturas imposibles. No hay nadie con el coraje de tirarse desde allí arriba. La posada de doña Rosita, en Querétaro, invita a pasar la tarde tomando el té en un salón lleno de melancolías.
Los paisajes de la Europa de entreguerras me fascinan. He llegado a imaginar que el único inconveniente real debiera ser la higiene y la penicilina. Un catarro mal curado te llevaba al cementerio. Y las duchas no proliferaban en todos los hoteles.
Me gustan las máquinas de escribir, las maletas de cuero, los viejos automóviles. Sigo usando una pluma estilográfica para tomar notas a mano. No he sustituido el bloc de notas por una agenda electrónica, aun cuando guardo mis documentos en la nube y dedico a Twitter más horas de las que debiera. Tener muchos seguidores es hoy día un signo de trascendencia.
El mercado de Sucre o los de Oaxaca permiten recuperar el sentido primigenio del comercio. Objetos hechos a mano sin empacar. Hierbas y especias al por mayor. Ropa indígena. Cocina de carbón. Cafés que todavía invitan a la conversación en los barrios de Buenos Aires o en las calles de Marraquech. Viajar en autobús desde Asunción a Salta. Tomar el tren para desplazarse a donde se puede ir en avión, sin necesidad de que sea de alta velocidad, sino todo lo contrario. Bajar del vagón en las paradas imprevistas para tomar una instantánea. Ya no uso ninguna de mis viejas cámaras fotográficas de impresión en película.
Pero, sobre todo, el viaje al pasado está en nuestros comportamientos.
Hay que disponer del tiempo necesario para no tener prisa. Recuerdo que pasé una tarde, sentado en la terraza de un café, frente al Hotel de Ville, en París, para tener el mismo encuadre de la fotografía El Beso, de Robert Doisneau. Creo que encontré el enmarque exacto y pude deducir el objetivo que había empleado el maestro. Una tarde muy provechosa. Soy capaz de observar un cuadro del pintor austriaco Egon Schiele para imaginarme de voyeur en esa sesión de retrato. ¡Me hubiera gustado estar ahí!
Casi todo ha cambiado, pero todo permanece. Sigo teniendo sueños de traslado en el tiempo. Me imagino lo que pudiera ser conversar con don Manuel Azaña para prevenirle de la peligrosidad del general Franco y de los errores letales de la República. He subido al puerto de Los Leones por la vieja carretera, imaginando cómo eran sus paseos cuando escapaba de su despacho sin teléfono móvil, solo para meditar sobre la tragedia española.
Voy a subir de Tierra de Fuego a Panamá en autobús, ferrocarril y automóvil. Saboreando las viejas y modestas posadas del camino. Allí donde la modernidad no lo ha transformado todo, y menos aún las relaciones humanas. No se si me toca un largo viaje en moto por zonas poco habitadas...Siempre llevaré penicilina, pastillas para malaria y un testamento que autorice a que me cremen sobre la marcha. Carlos, mi hijo, en el fondo me entiende, sobre todo porque le encantaría poder acompañarme. Bueno, quién sabe, solo es necesario proponérselo seriamente para poder trasladarme en el tiempo. Estoy en eso.
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