Viajar con niños, por Javier Moro

"Los niños aguantan mucho más de lo que imaginamos: a ellos, aún más que a nosotros, les puede la curiosidad"

Ilustración Javier Moro

Javier Moro. 

/ Kike Lucas

Llegado el verano, una cuestión recurrente es la de si viajar con niños, o no. Hay dos teorías al respecto: la primera es que es inútil y caro llevarse a los retoños de viaje, y además un engorro, y hasta puede ser peligroso. La segunda es: me llevo a los niños conmigo porque, aunque no se acuerden, algo se les quedará. Además, me los llevo porque disfruto viéndolos disfrutar y descubrir mundo. Porque lo redescubro yo a través de la mirada de ellos. Es cierto que viajar desordena ideas preconcebidas y desbarata prejuicios. Si enfrentarse a lo desconocido altera a los adultos, imagínese a un niño. ¿Pero no es así la vida, imprevisible, siempre sorprendente?

Viajar enseña a enfrentarse a situaciones inéditas, a agudizar el ingenio, a saborear otros manjares, a oír otras músicas, a oler otros aromas. A adaptarse. ¿No es la vida un proceso de adaptación continuo? Tengo la sensación de que cada vez que he viajado con mis hijos, han vuelto un poco más maduros. Un año me los llevé (cuando tenían nueve y seis años) a Senegal, lo más lejos posible de las consolas y el Fortnite. Querían conocer África, ese territorio de la imaginación donde uno pasa gran parte de la niñez. Si antes de ese viaje me llegan a decir que los pequeños iban a aguantar tan bien los desplazamientos en carretera, los constantes cambios de hotel y el cansancio que ello entraña, no me lo hubiera creído. Perolos viajes muestran los límites verdaderos de lo que uno está dispuesto a soportar. Y con niños, la sorpresa es total porque aguantan mucho más de lo que imaginamos: a ellos, aún más que a nosotros, les puede la curiosidad.

Hace unos años, un italiano llamado Fulvio Ervas hizo un viaje largo, de varios meses, acompañado de su hijo autista que acababa de cumplir 16 años. Cruzaron Estados Unidos y luego recorrieron varios países de Latinoamérica. Convencido de la virtud terapéutica de los viajes, pensaba que podría sacar al niño de su encierro mental. En Italia, los psicólogos le habían aconsejado no embarcarse en semejante aventura: su hijo debía mantener ante todo la rutina y la estabilidad. Como todos los niños, necesitaba previsibilidad, no el desconcierto que acarrean los viajes. A veces viajar es incómodo, lo imprevisto está a la orden del día, siempre hay alguna alteración o algún retraso. Los psicólogos están enamorados de esas teorías, aunque no sean científicas. Y viajar con niños, autistas o no, rompe sus dogmas: ¿Para qué viajar con niños si no se van a acordar de nada? —añaden. Pero no es cierto: quedan las impresiones, como una huella en el cerebro. Permanecen de manera consistente.

Ahora que me ha llegado el turno a mí, no tengo reparo en llevarme a mis hijos a lugares lejanos y exóticos. Hago como las familias inglesas, norteamericanas, australianas, neozelandesas o alemanas que he conocido durante mis trekkings en Nepal. A 3.500 metros de altitud, he visto papás cargando con sus churumbeles de dos o tres años a hombros, como si estuvieran en el parque de la ciudad. A ellos no les importa viajar con niños a lugares tan remotos y aparentemente arriesgados como la cordillera de los Annapurnas. ¿Por qué en nuestra cultura latina, que se ha forjado en grandes hazañas viajeras, eso se toma por una excentricidad?

Excéntrico era el hijo de Fulvio Ervas, el niño autista cuyo viaje le ayudó a abrir las puertas de la mente. Su historia es un himno al poder transformador y vivificador del viaje.

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