Venezuela en el corazón, una columna de Javier Moro

"Pasé más de dos meses en el nacimiento del río Orinoco, conviviendo con indios yanomami, durmiendo en la misión local de un padre español (El Platanal) y pasando tiempo con el antropólogo francés Jacques Lizot"

Venezuela en el corazón, una columna de Javier Moro.
Venezuela en el corazón, una columna de Javier Moro. / Ilustración de Raquel Marín

Vamos a soñar que en este mes, desde que escribo estas líneas hasta que les llegan a ustedes, Venezuela ha salido del laberinto y ha recuperado su libertad. Vamos a soñar que podemos volver a viajar por ese país bendecido por una naturaleza exuberante y una gente hospitalaria. Soñemos que volvemos a Canaima, ese parque natural que alberga el Salto Ángel, la cascada de agua ininterrumpida más alta del mundo, rodeada de una selva espesa y coronada por los tepuyes, mesetas rocosas únicas en el planeta.

Recuerdo mis primeros viajes a Venezuela en los 70 y 80, en avioneta que salía del aeropuerto de La Carlota, Caracas, y que en poco tiempo te transportaba al edén. Dormíamos en los campamentos a orillas del lago de Canaima; el agua que bajaba era color Coca-Cola por los aluviones. Sobrevolar el Salto Ángel siempre ha sido un espectáculo sobrecogedor. Disfrutaba pasando de la modernidad de la capital a la naturaleza prístina de las selvas, y en tan poco tiempo.

Pasar de aquella prosperidad petrolera de finales del siglo XX a los albores de la humanidad. No solo era un viaje geográfico, también era un viaje en el tiempo. Pasé más de dos meses en el nacimiento del río Orinoco, conviviendo con indios yanomami, durmiendo en la misión local de un padre español (El Platanal) y pasando tiempo con el antropólogo francés Jacques Lizot.

Era territorio fronterizo entre la llamada civilización y las tribus recién contactadas, tan frágiles ellas ante la fuerza avasalladora de la modernidad. Tuve el privilegio de dormir en el shabono de los indígenas y al despertar, ver desde mi hamaca cómo un grupo traía una anaconda gigantesca. La trincharon y encendieron una hoguera frotando dos palitos hasta conseguir chispas antes de cocinarla en una marmita. Tenía conciencia de que estaba presenciando un espectáculo insólito, que en muy poco tiempo ya nunca sería igual, porque pronto adoptarían las cerillas y luego los mecheros de gas.

Bajé el Orinoco hasta San Fernando de Apure, visitando tribus, misioneros, médicos y colonos locales. Fue un viaje inolvidable, como todos los que hice en Venezuela

Aquellos indígenas tenían una salud precaria, y necesitaban atención médica para luchar contra enfermedades para las que no tenían inmunidad. Si el sistema de salud ha colapsado y en Caracas un enfermo tiene que aportar todo el material médico necesario, incluidos los guantes de los enfermeros, ¿qué habrá sido de aquellos yanomamis, que de pronto salían de la selva y aparecían en la misión, devastados por alguna epidemia? 

Al volver, descubrí la belleza de desplazarse por río. Bajé el Orinoco hasta San Fernando de Apure, visitando tribus, misioneros, médicos y colonos locales. Fue un viaje inolvidable, como todos los que hice en Venezuela. Iba algún fin de semana a los cayos de Chichiriviche, o hacía excursiones por los Andes cerca de Mérida, o paseaba a caballo por los llanos donde presencié partidas de coleo. Con un amigo hacíamos avión-stop en el aeródromo de La Carlota y siempre alguien nos invitaba a compartir su viaje. El capitán Galetti nos llevó a Santa Elena de Uairén, donde iba a entregar material escolar a una misión local. Fueron otros tres días de emoción. Así que gracias de nuevo, capitán, allá donde se encuentre.

Viajar a lugares recónditos, los ojos bien abiertos y sin más plan que el de dejarse seducir por lo que uno descubre es para mí una fuente inagotable de placer; el gusto íntimo de sentirse vivo y en comunión con lo que te rodea. 

Esa Venezuela probablemente no volverá, pero lo que nunca desaparecerá será la amabilidad y la alegría contagiosa de sus gentes, la belleza sin igual de sus paisajes, el olor a flores en las calles de Caracas, el sabor de las arepas, la amistad súbita de otro capitán Galetti y, sobre todo, la fe en un futuro mejor. 

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