Un ídolo como Billiken, por Luis Pancorbo

"Dónde están las nieves de antaño", se preguntaba el poeta François Villon y cantaba Georges Brassens.

Un ídolo como Billiken, por Luis Pancorbo
Un ídolo como Billiken, por Luis Pancorbo

"Dónde están las nieves de antaño", se preguntaba el poeta François Villon y cantaba Georges Brassens. No es, desde luego, un mal villancico para una Navidad cada vez menos blanca, en la que no fallan los ídolos consumistas ocupando los principales altares y carteras. Antes, en cambio, los ídolos eran exclusivamente de los otros. Estatuas o estatuillas, en piedra o en madera, grandes o pequeñas, fetiches varios, todo eso iba a parar al calderón donde se condena cuanto se ignora.

Los cristianos, aunque no fueron los únicos, se hincharon a demoler ídolos o cuanto tuviese su propia personalidad. En Maní (Yucatán), el obispo Landa organizó en 1562 un "Fahrenheit 451" con la quema de códices mayas que aún muchos le echan en cara. Landa pretendía perder la memoria, la de los otros, por la vía rápida. Otras veces el derribo del paganismo se efectuó mediante la hábil superposición de deidades. La Navidad se hizo coincidir con el culto romano al Sol Invicto. La mejor manera de humillar y vencer para siempre al dios del enemigo era apropiárselo. En Éfeso adoraban a la diosa Artemisa, la polymaston -o de las muchas mamas-, una versión de Diana cazadora. Pues bien, un Concilio del siglo V decretó que fue en Éfeso, y no en otro sitio del planeta, donde murió la Virgen María y todavía enseñan allí su presunta casa. ¿Quién se acuerda de la buena Artemisa?

Pero ya ha llegado la zambomba y el besugo, ese pez, nada tonto, que se resiste a ser cultivado. Es tiempo de figurillas y estampitas mientras son legión, si bien no al estilo de Antonio Lobo Antunes y de su último libro O meu nome é Legiao, quienes no se libran de su antiguo miedo a los otros, a los idólatras por supuesto. Los bakongo congoleños usan nkisi, tallas de madera provistas de talismanes, bolsas de cuero, plumas, manchas de sangre sacrificial, clavos oxidados, más todo lo que no se ve pero que según esa gente confiere el poder secreto, es decir, el poder indemostrable. Ocurre lo mismo entre los adoradores de Kali, los seguidores del Gurú Rimpoché, los partidarios del vudú, los de María Lionza, y tantos otros cultos rebosantes de imágenes o ídolos a los que rezar, limpiar, bañar, perfumar, abrillantar, ahumar...

En Japón veneran a Billiken, el dios de la felicidad, un tipo barrigudo, casi mantecoso, muy lejos de quien sólo come pescado crudo. En la torre Tsutenkaku, que es la respuesta de Osaka a la parisina torre Eiffel, hay un santuario con una estatuilla de Billiken que parece sacada de un manga. En realidad, Billiken es la adaptación, por no decir la copia, de un muñeco de Florence Pretz, ganadora de un concurso de diseño en Kansas City en el año 1909. Billiken llegó a tener cierto éxito en los Estados Unidos, pero al pasar a Japón fue transformado, incluso deificado por la imaginación popular, como un ser proveedor de felicidad y cumplidor de deseos. Eso último funciona metiendo una moneda en la hucha presente junto a sus efigies.

En Hawai sucede algo parecido con Coco Joe, una estatuilla de lava de un tipo gordo y sonriente que se ha convertido en uno de los mayores recuerdos del país. Trae suerte y, si no, nadie va a reclamar. En las Islas Cook es casi imposible no comprar un Tangaroa, un antiguo dios polinesio del mar muy bien dotado en lo fálico, por si eso tiene que ver con la felicidad. Así pues, Billiken se encuentra en la misma línea de los talismanes antropomorfos y en consonancia con los tiki polinesios, los diosecillos de la suerte que tenían los esquimales de Alaska, y hasta con las estatuillas portafortuna de los antiguos egipcios. Dando un paso más, los ciudadanos japoneses tienen a la figura de Billiken por "el dios de las cosas como deberían ser". Es como en el último verso de L''envoi, poema donde Rudyard Kipling hace un canto al "dios de las cosas como son". Kipling elogia así lo que puede hacer el individuo trabajando, no por el dinero o la fama, sino por imitar al "Maestro de toda la pintura". Ahora que nievan tantos dioses de barro y papel, la pregunta es si ese dios de las cosas como son es el mismo dios de las cosas como deberían ser.

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