Turismo de batalla por Javier Reverte
La visita a un campo de batalla te da una idea de hasta qué punto los hombres veneramos los altares de la muerte.

"Con el paso del tiempo, incluso los campos de batalla nos parecen lugares poéticos", escribió en alguno de sus libros, con no poco tino, ese espléndido escritor que fue Graham Greene. He recordado siempre esa frase cuando me asomo a un antiguo campo de batalla. Y no son pocos los que he visitado en mi vida, pues lo hago para reconstruir en mi imaginación el paisaje histórico en donde transcurren ocasionalmente mis libros. Pero no deja de resultarme extraño que esos paisajes se nos presenten actualmente con un aire de museo, cuando años o siglos atrás constituyeron un escenario en donde campeó la muerte.
El más antiguo campo de batalla que he visitado en mi vida de viajero fue Maratón. Allí, junto al mar y no muy lejos de Atenas, una tropa disciplinada y poco numerosa de infantes helenos derrotó a un imponente ejército persa cuando desembarcaba en las playas griegas. Todos los historiadores convienen en que aquella victoria supuso la salvación de la primitiva democracia griega y que una derrota de sus defensores habría significado el fin de ese primer impulso de libertad en la historia del mundo. Todavía existe un túmulo, una especie de montículo de tierra oscura, en donde se dice que están enterrados los restos de los hoplitas griegos que perecieron en el combate. Seguramente es verdad. Pero nadie ha excavado el lugar para comprobarlo, por respeto a los héroes. Lo que resulta curioso es que nadie se detenga a pensar en la carnicería que supuso esa batalla, que nadie intente imaginar los aullidos de los heridos, el terror de quienes agonizaban, el olor de la muerte que, durante días, debió de flotar sobre aquel escenario de dolor.
Hace poco visité Vicksburg (Misisipi) y Gettysburg (Pensilvania), dos de los teatros de las más grandes batallas de la Guerra de Secesión americana (1861-1865) librada entre unionistas y confederados. Hollywood nos ha mostrado hasta la saciedad lo que significó aquella contienda, pero acercarte a visitar los lugares en donde se peleó con tanta ferocidad hace alrededor de siglo y medio te da una idea de hasta qué punto los hombres somos capaces de venerar los altares de la muerte, esto es, los campos de guerra. Y de olvidar el horror, añadamos.
A los americanos debe de sobrarles el terreno, ya que ambos escenarios, como muchos otros de la misma guerra, se han convertido en grandes museos al aire libre. Se organizan visitas guiadas y se mantienen abiertas las trincheras de la lucha, así como los cementerios en donde las tumbas señalan los nombres y la edad de los caídos o, muy a menudo, los restos de "unknown soldier" (soldados desconocidos).
Hay exhibiciones en vídeo sobre las fases de las batallas y por todas partes los monolitos rinden homenaje a los batallones y regimientos que pelearon en ambos bandos. Y estatuas, estatuas, decenas de estatuas... en homenaje a los caídos anónimos, pero sobre todo a los generales. Creo que el general unionista y posteriormente presidente, Ulyses Grant, debe tener más estatuas que cualquier otro presidente de cualquier lugar del mundo, desperdigadas entre Vicksburg, Gettysburg y otros escenarios semejantes de batallas repartidos a lo largo y ancho de todo el país. Desde luego que muchas más que el venerado Abraham Lincoln.
El pueblo de Gettysburg, mucho más pequeño que la ciudad de Vicksburg, vive del recuerdo de aquella gran pelea. Hay numerosas tiendas en donde se venden reliquias de los combates y toda suerte de gadgets (algo así como baratijas) relacionados con la Guerra de Secesión. La épica de la carnicería llega tan lejos que todos los años, en los mismos meses en que se celebró el combate, hay gentes que pagan por disfrazarse de confederados y unionistas y jugar a la guerra con cargas de caballería, luchas de trincheras y peleas cuerpo a cuerpo; todo ello, eso sí, con balas de fogueo.
Cuando me retiraba de una de las colinas de Gettysburg después de hacer un recorrido en coche por el campo de batalla vi llegar a un escocés -llevaba falda a cuadros- con una trompeta en la mano. Subió a lo alto de la loma, se puso en posición de firme y arrojó a los vientos un toque militar en homenaje a los héroes caídos.
Todo muy poético en aquel escenario en donde dejaron la vida cerca de 45.000 hombres.
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