Trenes de leyenda, por Javier Reverte

Trenes de leyenda, por Javier Reverte
Trenes de leyenda, por Javier Reverte

Uno cree que conoce el mundo y luego resulta que no es para tanto. La verdad es que la Tierra se ensancha más y más según la caminas y, al contrario de lo que pudiera pensarse sobre los viajeros, lo cierto es que nuestra sensación es que el planeta constituye un territorio infinito y que harían falta al menos cien vidas para conocerlo un poco. Por otra parte, la sensación no resulta maligna, ni mucho menos, porque uno acaba creyendo que la reencarnación es posible si uno se empeña en la tarea de cumplir un destino: ver con tus propios ojos la Tierra toda y navegar cada uno de sus ma re s. ¡Pobre alma soñ ador a la de los humanos! Estas reflexiones algo disparatadas me las hago después de comprar y abrir un libro que me ha dado mucho que pensar y que recordar: La edad de oro del viaje en tren, de un tal Patrick Poivre d''Arvor, que podría traducirse como Patricio Pimienta de Arvor, un nombre sin duda algo extraño.

El libro no es sólo un simple recorrido de los itinerarios clásicos de trenes de leyenda sino que a través de sus páginas uno también viaja a bordo de los textos de grandes escritores, como Henry Bataille, Blaise Cendrars, Paul Morand, Jack London, Evelyn Waugh, Karen Blixen, Colette, Jean Cocteau o Agatha Christie, por citar tan sólo a unos cuantos. La literatura y el tren resultan inseparables a lo largo de la historia de los últimos ciento cincuenta años, porque el tren se hizo en ese tiempo vida y viaje al mismo tiempo.

Fíjese el lector de qué trenes se habla en este libro: el Toy de Darjeeling, en la India Oriental; el Orient Express, desde Londres hasta Asia; el Canadiense, de este a oeste del sur de Canadá; el Transiberiano, de Moscú hasta las costas del Pacífico asiático; el Lunático, de Mombasa a Nairobi; el Train Bleu, de Calais a Niza; el Blue Train, que va del norte de Suráfrica al sur del país; el California Zephyr, que atraviesa Estados Unidos entre Chicago y Emeryville (California); el Palace on Wheels, que recorre en varios ramales el noroeste de la India; el Eastern y Oriental Express, de Tailandia a Singapur; y los pequeños trenes de los Andes, que van, uno de ellos, del puerto de Callao a Huancayo, en Perú, y el segundo entre Puno y Machu Picchu, también peruano. Vuelvo a decir lo que al principio señalaba: uno se cree viajero bien trotado, pero al abrir libros como éste y pensar cuáles de esas geografías conoce, se siente un abrumado ser sedentario. De todos los trenes citados, yo sólo he viajado en el Lunático, entre Mombasa y Nairobi, y en el Canadiense, entre Vancouver y Québec. Y eso que llevo media vida viajando intensamente. ¿Vagabundo yo?, me pregunto. ¡Madre mía!

Ello, sin embargo, no le quita nada de valor al sueño. Al contrario: abre algunas nuevas vías -y nunca mejor dicho que ahora- a la imaginación y al futuro que puede aguardarnos. Además de eso, entre todos los medios de transporte, sin duda el tren es el más humano, el más próximo a nuestra sensación de viaje, ya que marcha pegado a la tierra, cerca de la vida, y con espacio suficiente en su interior para moverse con holgura. "Bestia humana", llamaba Émile Zola a las locomotoras. "¡Oh, los vagones apagados en donde se oyen las respiraciones...!", cantaba en un poema Henri Bataille.

El libro nos cuenta historias de trenes y de rutas. Y de invenciones, como la de George Mortimer Pullman, el americano que diseñó los primeros vagones con literas, o el belga Georges Nagelmackers, que perfeccionó el invento y creó los compartimentos cerrados, los actuales coches-cama.

Naturalmente que esta obra sólo se refiere a los trenes de lujo (no sé hasta qué punto el Lunático de Mombasa puede ser considerado como tal). A mí me queda el consuelo de conocer otros menos famosos y más pobres, pero al menos tan humanos: el de Matadi, en el Congo, o el que cruza la barriga de Tanzania, de Dar-es-Salaam a Mwanza...

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