Tránsitos, por Espido Freire

"Ahora las burlas recaen sobre los selfies, sobre las fotos clonadas como objetivo de la experiencia"

Espido Freire

Espido Freire. 

/ Carlos Alvarez

En el año sin verano en el que medio mundo soportaba una hambruna generada por la erupción del volcán Tambora, Lord Byron, entonces de paso por Ginebra en su eterna huida de las convenciones y de los escándalos, se quejaba en una carta que fuera donde fuera se encontraba con ingleses, con los mismos grises, convencionales e insoportables ingleses de los que había escapado y que llevaban a la por entonces bastante pobre y poco atractiva Suiza como epígono del Grand Tour. Tras recorrer Francia, Grecia e Italia algunos se aventuraban en los Alpes y sus lagos, que comenzaban a ponerse de moda.

Con los números en la mano, no podían ser muchos: pero aún hoy resulta sencillo simpatizar con el gesto mohíno de Byron cuando se cruzaba con alguno de ellos en las calles, o peor, cuando le localizaban en el hotel en el que se hospedaba y pretendían conocerlo: uno no se deja un dineral y parte de la reputación en su intento de ser extravagante para que cualquier hacendado de Northumbria pueda seguirle la pista.

Tránsitos, Espido
Tránsitos, Espido / Raquel Marín

En los últimos meses ha habido muchas ocasiones para sentirse Lord Byron, y para quejarse, con cierta hipocresía, de que la fiebre por viajar no sea más selectiva: o mejor aún, no sea única, exclusiva, reducida únicamente a nosotros y a un puñado de seres queridos. Los encantos de Birmania pierden color si nos encontramos allí al conserje de la empresa, y el sueño de visitar las cataratas del Niágara no incluía cenar con los vecinos que, oh casualidad, nos encontramos allí. Puede que tengamos asumido el que no somos exploradores; pero renunciar a ser, al menos, viajeros, resulta doloroso para cualquiera. Tránsitos sin más, lugares de paso transitorios.

Lord Byron se mofaba de las acuarelas que las jovencitas dibujaban, idénticas, con los mismos paisajes y los mismos encuadres. Ahora las burlas recaen sobre los selfies, sobre las fotos clonadas como objetivo de la experiencia. Viajar para contarlo, para mostrarlo, para amortizar cada paso dado y los pasos en falso dados como evidentes turistas. No se trata de que no haya manera hoy en día de encontrar un territorio que no hayan hollado nuestros conocidos: es que la sorpresa de la llegada, el descubrimiento de aquello que nunca se vio ha desaparecido. Pero ya vemos que no es nuevo. Llegamos con al menos dos siglos de retraso a la decepción y a los gruñidos, a la euforia por el viaje tras la pandemia y a la firme voluntad de democratización del viaje.

Queda entonces la otra opción, la de los muy pobres o la de los muy ricos: quedarse en la tierra propia, redescubrirla con más tiempo y mayores lujos, con esa comida que tira la casa por la ventana o la paciencia del abuelo con el nieto para descubrirle lo que aún no sabe y compartir la sorpresa de ver lo de siempre por primera vez. Es el otro viaje de huida, el que nos lleva al origen y al centro de las cosas, en el que hay menos competencia y menos oropel: incluso Byron se encerraba de vez en cuando en su castillo.

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