Un sitio al que volver, por Sergio del Molino

Un sitio al que volver, Sergio del Molino, firmas

Un sitio al que volver, Sergio del Molino

/ Raquel Marín

Fue en una ciudad alemana, en medio de una gira de promoción. Acababa de actuar en la Literaturhaus (casa de la literatura, una institución cultural muy común en las ciudades alemanas, austriacas y suizas), en una de esas lecturas tan ordenadas y respetuosas propias del país, donde el público escucha con mucha atención a un escritor leer en un idioma que no entiende.

No se ha dejado engañar por la liturgia, las atenciones, los aplausos

Tras los fastos, cenábamos en un restaurante. Entre los comensales, una artista española que lleva media vida en la ciudad y su marido alemán, un fotógrafo que me observaba amable y le decía algo a su pareja. Esta sonrió y me tradujo: “Mi marido se pregunta si estás triste por viajar tanto tiempo solo hablando de tus libros”. Qué tipo, pensé. Qué buen fotógrafo tiene que ser: no se ha dejado engañar por la liturgia, las atenciones, los aplausos o la discusión literaria. Me ha visto con su ojo de artista y ha comprendido la verdad de esta vida de feriante que llevo. Sin envidia ni ilusiones, ha visto en mí al pringado que soy. Me ha olido la soledad, las horas perdidas en los aeropuertos, la hartura de los desayunos de hotel cuando todos los bufés son el mismo y tienes la sensación de que te los has comido todos, la reiteración de las amabilidades, el entusiasmo un poco impostado, la banalidad de los encuentros con gente a la que nunca vas a volver a ver y la apatía que te deja tirado en la habitación leyendo en tu única tarde libre en vez de pasear por una ciudad que te parece idéntica a la anterior.

Inspirar compasión es muy poco comercial. Si uno ha viajado hasta allí para hablar de su libro, tendrá que hacerlo con el vigor y la alegría que estas ocasiones requieren. Debería haber desmentido el comentario del fotógrafo, incluso sintiéndome ofendido. Tampoco debería comentarlo en esta columna, donde he venido a sublimar la experiencia del viaje, a inspirar a los lectores para que hagan las maletas y no se queden en casa. Aquí debería imperar la idea de que, como fuera de casa, en ningún sitio, pero también es importante que no nos engañemos. La vida viajera solo es bonita cuando se elige y se bebe a buchitos. Atragantarse de viajes no está bien. Te sube la tensión y la viajerina, que es el neurotransmisor responsable del desánimo y el aburrimiento y que te narcotiza contra la curiosidad del paseante.

Es mejor ser el melancólico Ulises que el impetuoso Aquiles.

Conviene tener un sitio adonde ir, tituló Emmanuel Carrère un libro de crónicas periodísticas. Hace años cené con él y con cien más en el Cándido de Segovia, en medio de la alegría carnavalera del Hay Festival. Le vi como me vio a mí el fotógrafo, con demasiados sitios a los que ir, pero ninguno al que volver. En sus libros hay un desarraigado, un nómada que suspira por una casa. No es verdad ese título, lo que conviene tener es un sitio al que regresar. Es mejor ser el melancólico Ulises que el impetuoso Aquiles. Los billetes, siempre de ida y vuelta y con la fecha cerrada. Si no, el viaje de va deshaciendo en una pasta de tristura grumosa que nadie puede digerir. Yo mantengo el sitio al que volver, nunca me alejo mentalmente de mi casa. Por eso puedo volver a salir de viaje.

Síguele la pista

  • Lo último