El sabor de las cerezas, por Espido Freire

"Para mí, las cerezas estarán siempre unidas a aquel desgraciado día en Inglaterra y a una Alejandría mítica"

Ilustración Espido Freire

Espido Freire. 

/ Kike Lucas

Hace años, mucho antes de que mis viajes me llevaran a terrenos físicos y palpables, había comenzado a recorrer países a través de las historias que encontraba en los libros: existían lugares tan idealizados que sabía ya entonces que debería evitar, y otros que, por mucho que buscase, ya no encontraría. La guerra, el tiempo y las desgracias se los habían llevado. Otros relatos, en cambio, lograban que la ciudad que describían se alzara ante mis ojos, tan real como aquella en la que habitaba, y que quizás para otros lectores, cuando yo hablaba de ella, se convertiría en mítica.

Recuerdo, en particular, un libro que gozó de gran popularidad, y que tengo la impresión de que pasó de moda y ya casi no se lee. De hecho, cuando yo era una jovencita habían pasado ya sus años dorados, y leerlo era en sí mismo una declaración de intenciones, una especie de gesto démodée y un poco pretencioso. Era El Cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, y en concreto su primera parte, ‘Justine’, en la que un escritor sin nombre se encuentra con una galería de personajes fascinantes y diferentes, con los que recorre la ciudad que amó Kavafis y tantos otros poetas y artistas antes de él.

Sin embargo, de este libro no recuerdo la atmósfera decadente, ni siquiera la historia de amor, tan sofisticada y perversa, entre los personajes y la propia ciudad, ni siquiera la envolvente estructura de cuatro puntos de vista que se completaría con los otros tres libros del Cuarteto. Lo que permanece en mi mente, aún hoy como si acabara de leerla, es una escena en la que el protagonista, lejos de su casa, compra una cara latita de aceitunas de Orvieto que ve en el escaparate de una tienda, la abre allí mismo y nos dice: “Empecé a comerme Italia, con su oscura carne abrasada por el sol”. Aún no sabía lo que era la nostalgia más que imaginada, pero aquel fue uno de esos raros momentos en los que la literatura nos permite un vistazo a nuestro futuro, una intuición de aquello que seremos y que viviremos. Y sí, en aquel momento era yo quien, con la sensación de no ser nada ni nadie importante pasaba ante aquella tienda de delicatessen de Alejandría y con un gesto tan inútil como imperioso gastaba mi dinero en un capricho incomprensible: la necesidad de encontrarme en otro lugar y la certeza de que un bocado a aquellas aceitunas me transportaría a ese sitio.

Pocos años más tarde, en una Inglaterra que por primera vez me había sido hostil, me vi en esa escena. En un supermercado desangelado encontré una bandejita de cerezas del Jerte, negras y rotundas, carísimas. Las compré sin duda, me senté en el bordillo del aparcamiento y las comí, una a una, con lágrimas en los ojos, como una Dorothy que anhelara volver a casa y cuyos zapatitos rojos hubieran perdido su poder. Las cerezas me devolvieron al verano cálido y a la cama infantil, a la esperanza de continuar el camino y a la calma. Y me di cuenta de que ya había vivido ese momento en otro tiempo, en otro libro, y que a la postre todo había salido bien. Salté de la lluvia de las Cotlands inglesas al calor sofocante de Egipto, de la historia que vivía a la que había leído. Para mí, desde entonces, las cerezas estarán para siempre unidas a aquel desgraciado día en Inglaterra, y a una Alejandría mítica: esos son los viajes que no nos cuentan, los que transcurren en segundos y nos acompañan durante toda la vida.

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