Pompeya-Madrid por Jesús Torbado

Ser grafitero es ya mester de progresía. En cualquier momento el Gobierno creará el "premio nacional de la mugre callejera"

Pompeya-Madrid por Jesús Torbado
Pompeya-Madrid por Jesús Torbado

Ningún descendiente de los que antaño tuvieron título de civis romanus, miembros del viejo imperio latino, debería dejar de hacer peregrinación a los escombros de la ciudad de Pompeya, dos docenas de kilómetros al sur de Nápoles. Al menos una vez en la vida. Para saber e intuir cómo se forjaron nuestra cultura y nuestras costumbres y cargar su coleto de grandes emociones. Eso sí, tal y como están hoy las pasiones turísticas conviene acudir a aquellas plazas y calles que las cenizas enterraron en día de invierno, y mejor con lluvia. Un gentío abrumador inunda en el buen tiempo de tal modo esa reliquia, que sólo produce melancolía, cuando no furia, formar parte de él. Y con las opiniones que allí se oyen y los gestos que se ven dan siempre ganas de ocultarse en las junglas del Amazonas, todavía no inundadas de la ignorancia y la mentecatez que por allí circula. Como por casi todos los grandes hitos del turismo de rebaño, por cierto.

Uno de los asuntos más curiosos que se descubren en suelos y paredes recuperados es la afición que los pompeyanos tenían al graffiti. No sólo pintaban escenas sexuales que siguen practicándose hoy y se rodeaban de preciosas decoraciones hogareñas sino que insultaban a sus políticos, a sus comerciantes y a sus próceres, los apoyaban en sus campañas y exhibían ante los conciudadanos opiniones de todo género, malévolas muchas. La grafía en tonalidades rojas -sin duda modificadas por el desastre del Vesubio y por el paso de los siglos- es ordenada y bella, sorprendentemente elegante.

Compárese la forma y contenido con lo que vemos hoy en el corazón de Madrid, en su meollo urbano. No hay ciudad en el mundo más asquerosamente llena de chafarrinones, de pinturas obscenas, de letrujas vomitivas, de horrendos espantajos. El viejo Nueva York que nos muestra el cine es una patena a su lado. Ni de lejos ninguna capital europea está, ni en sus barrios más degradados, tan destruida, tan fea, tan hostil. Los marranos pintores que se consideran además gente artística y de progreso no respetan nada: ventanas, puertas, alféizares, piedras labradas de granito, maderas nobles, mobiliario público, recintos venerables, lugares históricos... A mediados del mes de noviembre arruinaron una preciosa exposición al aire libre que el gran Manolo Valdés instaló en el paseo del Prado.

Y no se trata ya de que las autoridades municipales se despreocupen completamente de la cuestión, hagan ojos ciegos a tales desmanes, sino que parece evidente que los apoyan con algún entusiasmo. Ser grafitero es ya mester de progresía, como armar ruido en los botellones o atropellar a la gente que camina por las aceras. Las emisoras de radio y televisión o los periódicos insensatamente los excusan o los ensalzan, los "descubren", los apoyan, les dan escaño en la plaza pública, como si de verdad fueran artistas -y aunque alguno pueda serlo-: "Deconstruyen a Manolo Valdés", titulaba el diario El Mundo, con benévolo matiz, las fotografías de las guarradas sobre su meninas de bronce.

Incluso algunos municipios de las periferias urbanas, saturados de ediles progres de libro y vanguardistas de salón, organizan concursos de esos engendros públicos, colocan podios para que reciban aplausos los más eximios de sus malhechores. En cualquier momento el Gobierno, que sumisamente apoya toda esta barbarie, creará el Premio Nacional de la Mugre Callejera. Pues en puridad la cosa se ha convertido ya en un negocio políticamente correcto, que no molesta a nadie, que no daña ninguna mirada, que no ofende el sentido mínimo de la estética. Incluso quienes padecen los atentados diarios en carne propia, los que han de gastar una considerable cantidad de dinero para rehabilitar su propiedad después del acoso vandálico, se resignan porque el graffiti es como moderno, como una señal de libertad democrática, como un símbolo de juventud creadora.

Pasear hoy por el tejido de calles clásicas de Madrid -y no sólo ésas, desde luego- es hacer un viaje a lo repulsivo, a lo indigno, a la desidia municipal en su apogeo. ¡Ah, si tuviera alguna relación estética o vital con Pompeya!

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