Un peluche antes de volar por Mariano López

Un peluche antes de volar

El aeropuerto de Mfue, en el valle del río Luangua, Zambia, tiene muchas ventajas: no te pierdes, no gastas y es imposible que se extravíen tus maletas. Es un aeropuerto mínimo o, si se prefiere, esencial , que cuenta con unas sillas, una mesa y un sillón para el único empleado encargado de convertir con su firma los billetes en tarjetas de embarque, todo dispuesto en una habitación que comunica con la pista de vuelo, por un lado, y con la sabana por el otro, de modo que si el avión se demora puedes entretener la espera contemplando elefantes. Estuve allí hace años y el empleado que ejercía a la vez de recepcionista, aeromozo, operario y jefe de seguridad me aseguró que al aeropuerto sólo le faltaban días para modernizarse: "Vamos a poner -me anunció- una tienda". Buena idea. Carecían de casi todo, pero sabían lo que necesitaban para parecer un aeropuerto importante: un comercio, carteles, duty free, pague todo a cuenta, feliz viaje. No conozco un aeropuerto que no esté concebido para pulverizar la tarjeta de crédito. Con frecuencia sospecho que la exigencia de presentarte en el mostrador de embarque dos o tres horas antes de la salida del vuelo se debe al interés que tiene el aeropuerto en que visites sus tiendas y conviertas la espera en gasto, la ansiedad en consumo. La estética de los edificios de embarque de los grandes aeropuertos, cuando existe, copia todos los hallazgos de los centros comerciales, incluido el factor de desorientación que todo buen supermercado sabe inducir en sus clientes para aumentar el tiempo y las posibilidades de compra. En los aeropuertos pequeños, el centro comercial imita la disposición y la oferta de las tiendas de las gasolineras y los restaurantes de carretera, los únicos comercios del mundo donde puedes hallar casi en el mismo mostrador un periódico, un peluche, la colección completa de Fauna ibérica, un anillo de oro, una cámara digital y un perro a pilas que da volteretas cuando se estrella contra una esquina. La verdad, esto nunca lo he entendido. No digo lo del perro sino la razón que explica por qué alguien que va a echar gasolina (o a tomar un avión) descubre la ne cesidad de comprar un oso de trapo gigante, la medalla del amor o un compacto de El Fary. O peor aún: todo a la vez. La nueva macroterminal de Barajas, la T4, se apoya en los mismos principios que organizan todo gran aeropuert un enorme parking y muchas tiendas. Su estreno tuvo, como mayor problema, la distancia entre los discursos de los inauguradores y la realidad sufrida por aquellos que tuvieron en contra la estadística. En un día medio, la nueva terminal opera 625 vuelos que trasladan 62.000 pasajeros que mueven 31.000 maletas. Un error de un signo, una letra en el ordenador, basta para que sea tu maleta la que se quede varada. A mí una vez me sucedió en la India, con un vuelo de una compañía europea. Tardé horas en encontrar el mostrador de reclamaciones. Era un lugar diminuto, apenas anunciado, oculto en un larguísimo corredor donde resplandecían sin pausa las luces de las tiendas. Tres días antes de la inauguración de la T4, David Harbord, un economista inglés educado en Oxford, se convertía en el primer ciudadano que gana un pleito contra una aerolínea basado en la nueva regulación de derechos aprobada por la Unión Europea. Harbord se encontró el pasado verano con que Thomas Cook Airlines cancelaba su vuelo a Seattle, desde Londres, sin aviso, así que les reclamó los 600 € que fija como indemnización la normativa. Ocho meses después, el juez dio la razón al señor Harbord, quien declaró su convencimiento de que nadie debe ir a un aeropuerto sin una copia de sus derechos y la instrucción sobre cómo ejercerlos. Tiene razón. La nueva terminal de Barajas es magnífica, pero, como en tantos otros aeropuertos, es más fácil comprar un peluche de un oso panda gigante que hallar mostradores donde alguien te informe de tus derechos. Es lo normal. No creo que exista ya ningún aeropuerto como el de Zambia, donde había un solo operario equivocado. Creía que su misión consistía en servir a los viajeros. Incluso en aquellos tiempos, cuando no gastaban dinero.

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