Osa y Martin Johnson, pioneros del documental
Pioneros del safari y el documental fotográfico, la pareja se aventuró por los últimos lugares remotos del Pacífico y de África para filmar la vida salvaje en pleno apogeo de los imperios coloniales.

Antes de darle el "Sí, quiero" a Martin Johnson (1884-1937) y cambiarse el apellido de soltera por el de su esposo, los sueños de Osa Leighty (1894-1953) no iban más allá de los de una chica sencilla de Kansas: ser artista, formar una familia... Él, por contra, era un aventurero nato que había estado dos años navegando con Jack London por los Mares del Sur. Y su vida nómada no cambió cuando se casó: "¡No quiero una casa! Vamos a viajar por el mundo". En 1917 se embarcaron hacia las Islas Salomón y las Nuevas Hébridas, donde Osa se acostumbró a tratar con caníbales y a compartir cama con serpientes y ratas. Luego vino Borneo, Kenia y el Congo belga. Regresaban a Estados Unidos con miles de fotografías, libros y documentales que exhibían en conferencias para financiar nuevos viajes. Un tesoro histórico y etnográfico de lugares donde la vida ya no volvería a ser salvaje.
Fueron los primeros en grabar a los nativos del Pacífico, en llevar al cine sonidos africanos y en tomar imágenes aéreas del Monte Kenia y del Kilimanjaro. Para conseguir una toma buena, Martin no tenía reparos en que los rinocerontes le embistieran: "Filmaremos a los animales tal como viven en su hábitat natural o no filmaremos nada". Detrás estaba Osa, protegiéndole con la escopeta cargada, la nariz empolvada y la sonrisa pizpireta: "Tiene todas las cualidades de una compañera de viaje ideal: coraje, fortaleza y jovialidad". Cuando él falleció en un accidente de avión, ella siguió recorriendo con la cámara los escenarios de su felicidad, en África. Hasta que sufrió un ataque al corazón. Tenía 58 años y estaba planeando su próxima expedición.

De todos los documentales filmados por Osa y Martin Johnson, seguramente Congorila sea el más famoso. Fue la primera película sonora grabada enteramente en África, y supuso dos años de rodaje en territorios de Tanzania, Kenia, Congo y Uganda, incluidos siete meses de convivencia con los mbuti en el bosque de Ituri. A pesar de la humedad que dañaba sus aparatos técnicos -siempre los más modernos del momento-, registraron la vida de los pigmeos. Una experiencia que Osa Johnson narra en el fragmento a continuación, extraído del libro La aventura de mi vida, un top ventas de los años 1940 rescatado por Ediciones del Viento.
"Las dificultades inesperadas constituyen el desafío y, al mismo tiempo, el encanto de la vida de todo explorador"
A primera hora de la mañana siguiente dirigimos nuestra caravana hacia la tierra de los pigmeos. Nuestro primer objetivo era Irumu, estación principal de la división Este de la selva de Ituri. El camino estaba en buenas condiciones, pero era tan inclinado y describía unas curvas tan tortuosas que a duras penas logramos recorrerlo con nuestra pesada carga. Finalmente se allanó, sin embargo, y condujimos hacia Irumu sin el menor contratiempo.
Después de establecer un campamento temporal más allá de Irumu, Martin y yo fuimos en busca de un lugar adecuado donde fijar nuestra base permanente. [...] Al cabo de unos pocos días conocimos a Deelia y Salou. Deelia era un anciano barbado de menos de treinta kilos de peso y un metro quince de estatura. Su cuerpo, perfectamente constituido, estaba cubierto de vello, y las únicas prendas que llevaba eran un tosco collar de cuentas y un taparrabos de corteza. El otro pigmeo era Salou, hijo de Deelia, un sujeto gordo y activo que le sacaba más de un palmo a su padre. Ambos tenían narices anchas y ojos grandes y saltones. Hablaban en kingwana, y Salou nos comunicó con orgullo que era jefe de todos los pigmeos de aquella zona. Cerca, desplazando inquieto su peso sobre uno y otro pie, pero aparentemente ansioso por impresionarnos y darse cierta importancia, permanecía un indígena alto de extraña apariencia. Tenía la cabeza desproporcionadamente grande en relación con su cuerpo delgado y llevaba una desaliñada perilla que, si acaso, aumentaba el aire ridículo de su aspecto en general. Iba vestido con una andrajosa chaqueta corta y unos pantalones viejos que seguramente habían sido blancos en otra época. Nos desconcertó el hecho de que Deelia y Salou se detuvieran con frecuencia para departir con él, y luego supimos asombrados que el individuo no era otro que Bwana Sura, un jefe con cuyo nombre se había bautizado un pueblo pigmeo. Hombre carente de posición o importancia entre su propia gente, se había convertido, por alguna razón desconocida, en una autoridad entre los pigmeos.

Ni Deelia ni Salou podían entender por qué deseábamos montar el campamento cerca de su poblado, pero se pusieron a trabajar con ahínco y despejaron un claro para nosotros; no tardamos en estar cómodamente instalados en nuestras espaciosas tiendas, con buenas camas, aseo y una amplia y agradable veranda con mosquiteros. Cada día Deelia y Salou llevaban a unos cuantos pigmeos al campamento y, al final, acabamos teniendo una pequeña colonia de treinta individuos. Una vez que llegaron a conocernos y estuvieron seguros de que no deseábamos hacerles ningún daño, se revelaron como personas muy alegres con las que resultaba divertido trabajar. Sin embargo, Bwana Sura, el indígena alto, se convirtió en una molestia junto con su padre, sus subjefes y sus diversos adláteres. Con la desfachatez de un mendigo de ciudad, el enorme negro señalaba objetos del campamento que, a su juicio, debía recibir en pago por haber despejado el lugar y llevado a los pigmeos. En realidad, él había contribuido poco en tales actividades y un día Martin perdió por completo la paciencia y lo echó. Bwana Sura no guardó ningún rencor por ello, empero, y más tarde, cuando lo necesitamos, nos ofreció su colaboración.
Después de filmar excelentes imágenes de los hábitos nativos de los pigmeos, Martin mandó buscar a Bwana Sura y le pidió que todos los jefes subordinados a él en un radio de veinticinco kilómetros reuniesen a sus súbditos. Mi marido recalcó que los hombrecillos debían llevar sus tambores y estar preparados para una gran asamblea. Alrededor de una semana más tarde llegaron mensajeros de los distintos poblados y nos comunicaron dónde podíamos encontrar a todos los pigmeos congregados. Como cabía esperar, se habían reunido en las profundidades más oscuras de la selva, y tuvimos que encargarnos de transportarlos hasta nuestro campamento, donde la iluminación era buena y estaba montado el equipo de sonido. [...]
Un hecho que siempre ha desconcertado a muchos científicos es que estas gentes diminutas parecen desvanecerse de la tierra una vez que sus cuerpos exhalan el último aliento de vida. Nadie, que a mí me conste, ha llegado a encontrar jamás un cementerio, y un científico que conocimos durante nuestra estancia en el Congo belga dijo haber buscado durante años un cráneo para poderlo estudiar, sin haber hallado ninguno. Es más, afirmó haber renunciado a toda esperanza de encontrarlo. [...]
Al cabo de varios meses entre los pigmeos de la selva de Ituri, incluso mi riguroso marido reconoció que nuestras filmaciones y grabaciones eran tan exhaustivas como cabía esperar. [...] La mañana en que les dijimos que podían irse, se pusieron a bailar y a gritar de alegría. Colocándose en fila, le dimos a cada uno una bolsa de sal, un puñado de cuentas, medio metro de percal barato, un paquete de tabaco, una caja de fósforos y, para su deleite, una pastilla de jabón rosa que, según observamos, empezaron a mordisquear de inmediato. Por la noche no había ni rastro de los pigmeos. Habían desaparecido cual pequeñas sombras negras, de vuelta a su selva nativa.
Texto extraído de "La aventura de mi vida", de Osa Johnson. Ediciones del Viento, 2015.
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