Los Naxi

La ciudad de Lijiang es el centro de una etnia milenaria que cuenta con una cultura propia, hoy casi ahogada por el poder de BeiJing: los naxi.

Ilustración de los naxi
Ilustración de los naxi / VIAJAR

He leído hace poco un libro de viajes de los que se editan raramente, por su excepcionalidad. Se titula Shangrilá (viaje por las fronteras chinotibetanas) y está escrito por un madrileño, Pedro Ceinos Arcones, que lleva bastantes años viviendo en China. Digo que es un libro excepcional, no solo por su calidad sino porque resulta sorprendente. Está bien escrito, discurre en un viaje casi imposible de realizar si no sabes su idioma, precisa de un buen respaldo de documentación y requiere ánimo de caminante.

Todas esas cualidades las reúne el autor y, a la ligereza de su vagabundeo, añade otra más: su profundidad. Ceinos es un gran escritor de viajes. Y como todo autor de libros viajeros que se precie, tiene en su mente una meta cuando comienza su recorrido, una meta que puede ser cambiante según los senderos de su ruta le propongan desvíos. Ceinos quiere llegar a Shangrilá, el mítico reino en donde la gente vive muchos años y siempre se es feliz, una ciudad ideal imaginada por un escritor americano que, en la China de hoy, ya tiene un sitio fijo en los mapas: si Shangrilá no existía más que como mito, los chinos han fundado una ciudad real con ese nombre.

Las fronteras chino-tibetanas constituyen una de las geografías más ariscas del mundo y, por lo mismo, más espectaculares. Por otra parte, China no es un país en donde solo viven chinos, sino que en su gigantesco territorio habitan numerosas etnias sometidas durante siglos por los emperadores locales o pequineses y, más recientemente, por el comunismo maoísta. Así que, en su busca del verdadero Shangrilá –no el de los mapas actuales–, Ceinos va retratándonos la vida y la historia de esas etnias ahogadas por la historia.

Pero hay un lugar que destaca sobre todos. Se trata de Lijiang, la ciudad que es el centro de una etnia milenaria que cuenta con una cultura propia, hoy casi ahogada por el poder abrumador de BeiJing: los naxi.

Dice Ceinos que, cuando se ha visitado Lijiang, ya no se olvida. Y tiene razón. En un largo viaje que realicé por China hace unos años constaté –había hecho dos cortos viajes antes– que el país no me gustaba en absoluto. Pero había dos excepciones: Shanghai, la gran urbe financiera, con su viejo aire cosmopolita, y Lijiang. De la primera no hablaré hoy, pero sí de la capital de la segunda, el reino de los naxi. La ciudad vieja sobrevive convertida casi en un escenario turístico. No obstante, todavía puede uno pasear sobre el secular adoquinado, cruzar sobre puentecillos sus numerosos canales, asomarse a los pequeños comercios y talleres hoy convertidos casi todos en tiendas de souvenirs y escuchar en un teatro la música de los naxi, que interpretan delicadas canciones de mil quinientos años de antigüedad, todo ello bajo la imponente montaña que llaman del Dragón de Jade. Lo que sucede, como lamenta Pedro Ceinos y cualquier visitante sensible, es que ese antiguo patrimonio local va siendo absorbido por la gran corriente de la modernización impuesta por Beijing.

Es un espectáculo soberbio y triste al mismo tiempo el que puede contemplarse en Lijiang: el del arrasador empuje de la técnica y la moda, desatado en nuestra época, sobre modos de vida que duraron cientos años y que van muriendo ante nuestros ojos. No hay cultura que sobreviva al imperio de las grúas y la excavadoras, por un lado, y al poder sutil del diseño, por el otro. Y en China menos que en ninguna parte del mundo. Por eso nos sobrecoge tanto ese país, y por eso lloramos por Lijiang. Y, por eso mismo, Shangrilá no existe.

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