Memoria de Azuel, por Mariano López

"Historias de Azuel, al calor de la candela" es un homenaje a la historia humilde de un pueblo que ha crecido con sueños y trabajo.

Memoria de Azuel, por Mariano López
Memoria de Azuel, por Mariano López / Jaime Martínez

Paco Martín Cejudo es un amigo de Azuel, Córdoba, que, como yo, ha tenido la suerte de ver pasar la vida de tres siglos. De niño, alcanzó a contemplar en su pueblo labores, tipos y costumbres que eran idénticas a las que acompañaban la vida en el mismo lugar un siglo antes, incluso más. Luego vio llegar la televisión, la primera carretera en condiciones, la centralita telefónica, los Seat 600, el abandono del campo, la emigración y la práctica desaparición del pueblo, al que ahora, en los años de Internet, le llegan los turistas sorprendidos y admirados por la arquitectura de adobe, el vuelo de las águilas, el aullido de un lobo o las huellas del lince. Paco acaba de escribir un libro sentido y hondo, que ha titulado Historias de Azuel, al calor de la candela, y que busca recuperar la historia del pueblo a través de la memoria de sus vecinos. Es un libro bellísimo, por su propósito y su resultado; un homenaje a los padres, a los abuelos y vecinos, a la historia humilde y reciente de un pueblo que ha crecido empujado por muchos sueños y no menos trabajo, la historia de su pueblo: Azuel.

Azuel es una villa situada al noroeste de Córdoba, en Sierra Morena, en el corazón del Parque Natural de la Sierra de Cardeña y Montoro. Es un pueblo pequeño de casas con muros de granito y pizarra y algunas fincas de adobe que dejan ver viejas vigas de encina y endebles cañas o palos de madroño. Su entorno natural es magnífico. "El único del mundo -dice Paco, con pasión- donde conviven el lince, el lobo y el águila imperial". Es lo que tienen, a veces, los pueblos olvidados, los que nunca crecieron: que los bosques se conservan tupidos, al gusto de los ciervos, y en sus roquedos aún pueden descansar las águilas. Muchas de las escenas de la película Entre lobos, de Gerardo Olivares, se rodaron en Azuel. Pero el libro de Paco Martín Cejudo no se distrae con el monte. Va al grano, a la gente. El testimonio de los vecinos alcanza para narrar cómo nacieron la primera panadería y el primer cine, la historia del tendero que lleva más años en el pueblo y la del primero que viajó en moto hasta Madrid, quiénes fueron los primeros picapedreros, los primeros herreros, el primer abogado, cómo se fabricaban las tejas y cómo se horneaba el pan. Los recuerdos incluyen los tiempos del trueque, no tan lejanos. "Entonces -escribe Paco, con el testimonio de un vecino- abundaban los arrieros y comerciantes que a través de los numerosos caminos venían hasta el pueblo con aceite, especias, fruta, tierra y cal para enlucir las fachadas, pucheros, cántaros, botijos de barro y muchos otros utensilios, y, de regreso a su hogar, cargaban sus carros con trigo, leña, picón o cualquier otro producto que hubieran conseguido".

El libro se fija, especialmente, en los oficios. Diego Guillén Majuelos fue el primer barbero. "Diego, como muchos otros barberos de la época -narra Paco-, hacía de todo un poco. Aparte de cortar el pelo, arreglaba relojes, hacía jaulas para perdices, costillas para cazar pájaros, sacaba las muelas y ponía inyecciones. Más cosas no se le podían pedir". Sebastián Sánchez fue el primer picapedrero. "Los picapedreros del pueblo se dedicaban principalmente a las esquinas de las casas, los bastidores, el dintel. Piedra para las cocinas, pilas para los bebederos de los animales, asientos para los parques, solerías para el suelo, cocinas francesas, fuentes y adornos, entre otras cosas de encargo".

El trabajo, en este oficio como en el resto, exigía multiplicar los esfuerzos, dejarse la piel. "Eran tiempos muy duros. Había muchas chozas en el pueblo, también había cuatro fraguas para el arreglo de las herramientas del campo, dos panaderías, tres o cuatro tabernas, dos tiendas, carnicería, y Celestino era el pregonero del pueblo (...). Se sembraba mucho trigo, cebada, avena, centeno, garbanzos. También se sembraban lentejas, pero se empezaron a dejar de sembrar por ser el paso de las palomas que venían de África y arrasaban con ellas. Para el año 1965 se empezó a dejar de sembrar y ahora no se siembra ni para alimentar a un pollo".

Tiempos duros con muchos momentos felices. Como el nacimiento de Los Tyorbax, el primer grupo de rock del pueblo, que debutó en el bar de los Tiritas, los que trajeron la primera televisión al pueblo. O como la inauguración de la centralita de teléfonos, que dio lugar a la curiosa historia de Manolo, uno de los Tiritas, a quien le cayó un rayo por el auricular. "Cuando había tormentas -escribe Paco- normalmente no se podía utilizar el teléfono porque daba corriente. Un día de tormenta vino Manolo ‘Tiritas'' para poner una conferencia a Madrid. Le dijeron que no podía ser, pero él se empeñó, insistió tanto que al final la centralita aceptó. Manolo cogió el teléfono y a los pocos segundos de estar conversando cayó un rayo y le dio tal chispazo en la oreja que de inmediato soltó el teléfono. Fue un susto tremendo. Manolo le cogió tal pánico al teléfono que no quiso ponerse durante mucho tiempo".

Decenas de historias, la memoria de un pueblo. Paco las cuenta tal y como las escuchaba cuando era un niño, al calor de la candela, de la voz de sus abuelos. Un verdadero lujo, este libro. Ojalá haya muchos parecidos, uno, al menos, en cada pueblo.

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