Los viajeros ciegos, por Jesús Torbado

A nuestro alrededor vive una multitud de "Ulises" ciegos involuntarios, de gente a la que el hecho de haber nacido en un lugar determinado condena a ver el mundo con los cerrados ojos de la ira. Ni siquiera tienen público para escuchar sus relatos viajeros.

Los viajeros ciegos, por Jesús Torbado
Los viajeros ciegos, por Jesús Torbado

Seguramente esta misma mañana, ayer por la tarde o la noche del jueves próximo se repitió y se repetirá la vieja y dramática historia. Como protagonista, un barco medio pirata fletado por mafiosos, un cayuco desvencijado, una recua de mulas escuálidas, un autobús sombrío o un avión de línea que transportan hacia la difícil y anhelada esperanza a un grupo de hombres, de mujeres, de niños a quienes el viaje no les procurará placer alguno. Mas se trata de posibles viajes maravillosos si de verdad pudieran verse.

El mes pasado descubrimos en la distancia a una numerosa y pobre tropa de paquistaníes embarcados ilegalmente en Guinea-Conakry a bordo del Marine I (seguramente obsceno seudónimo de un viejo navío con cuarenta años de edad), atascados en un costado del Atlántico. Y vimos también de lejos el repugnante y criminal comportamiento del gobierno islámico de Mauritania (país que tantas y tan grandes ayudas ha recibido de España y del resto de Europa), que les negaba cobijo incluso contra todas las leyes internacionales del mar. Vimos aquello como a diario hemos visto tantas cosas abominables, espantosas. Desde nuestro sofá cotidiano, ante el televisor narcótico, un poco abúlicos y sedados frente a ciertas cuestiones tan remotas como frecuentes.

Los desdichados protagonistas del espectáculo son viajeros también y, en ese y en otros casos similares, sin duda han realizado un periplo asombroso, cruzando la mitad de Asia, África en toda su cintura, un buen trozo de Europa, durante largos meses o años horribles, para acabar -si encontraron el socorro de la fortuna- ordenando carritos de equipaje en la Terminal 4 de Madrid y en las de Heathrow.

El periodista Eduardo del Campo debió de darse cuenta enseguida de qué extraño tipo de viajeros eran todos estos, numerosísimos por otra parte, y recopiló las historias de un puñado de ellos para agruparlas en un reciente, valeroso y tristísimo libro titulado Odiseas. Los viajes de los nuevos Ulises. Seguramente los protagonistas y los anónimos que han compartido más o menos sus desventuras renegarán de tan literaria comparación y con mucho motivo abominarán de los viajes y su leyenda, de travesías y paisajes, de sueños y nostalgias, de fotos brillantes y de relatos grandiosos. Han viajado a ciegas, sin amor al camino ni interés por cuanto los rodeaba, excepto si se trataba de algo que podía coadyuvar en su desesperada fuga. Su objetivo no era el viaje, ni siquiera el destino; tan sólo la huida necesaria.

Si uno pregunta por ciertos asuntos a esos emigrantes, los de hoy y los de ayer, quedará asombrado de su ignorancia y de su falta de curiosidad. Miles de españoles residieron durante años y años en Alemania, por ejemplo, y ni siquiera acudieron a la famosa iglesia gótica que tenían al lado, mucho menos al museo de pinturas. Ahora ya apenas recuerdan lo que se veía desde su ventana. De la casita al trabajo. Al sol del banco más cercano el domingo. Y luego el tren de vuelta.

Emigrantes ecuatorianos o rumanos que llevan más de un lustro en Madrid ni siquiera se han asomado a saludar a la Cibeles, no digamos a pasear por Toledo o Segovia. Han sido y siguen siendo viajeros, de larga distancia muchas veces, pero lo suyo es una necesidad de traslado. Ni siquiera el turismo en su versión más modesta les atrae o aparece entre los aspectos de su vida. La mujer rumana que lleva años trabajando en mi casa, vecina de Coslada, dice que de Madrid sólo conoce Miraflores, porque es adonde algún domingo la lleva su marido a recoger ortigas frescas para sus guisos (que luego compartimos).

A nuestro alrededor vive toda una multitud de Ulises ciegos involuntarios, de gente esforzada e infeliz, no pocas veces heroica y perseguida, a la que el hecho de haber nacido en un lugar determinado condena a ver el mundo con los cerrados ojos de la ira. Ni siquiera tienen público para escuchar sus relatos viajeros. Mas sin duda la peripecia humana de cualquiera de aquellos vagabundos paquistaníes del Marine I tiene más interés, más pasión y más vida que los cientos de relatos turísticos que hoy nos ofrece el comercio de la comunicación.

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