Londres, por Javier Reverte
Ya no es la ciudad en donde aprendí una manera de vivir y a la que debo una parte importante de lo que soy.

Yo soy un viajero tardío. Con eso no quiero decir nada más que una cosa: que tardé en salir más allá de las fronteras españolas mucho más que la mayor parte de la gente, a los 24 años para ser exactos. Eso sí, desde entonces hasta ahora no he parado de saltar aduanas. Me gusta verles la cara a esos policías a menudo malhumorados que miran la foto de tu pasaporte, luego escrutan los rasgos de tu rostro, inspeccionan otra vez el pasaporte y estampan el sello casi dando un bufido. Parece que les fastidiara que entres en su país.
Para esa primera vez que salí de España elegí un viaje por tres ciudades: Londres, París y Roma. Iba de mochilero recién casado y resultó un viaje inolvidable, pero sobre todo a causa de una de las tres ciudades: Londres. Por aquel entonces, la capital británica y la española eran dos universos urbanos muy diferentes, casi dos mundos antitéticos. La casualidad quiso que, sólo un año después de aquel viaje, el director del periódico en donde yo trabajaba me ofreciera el puesto de corresponsal en la ciudad. Acepté sin pensármelo, por supuesto. Y durante dos años viví en la ciudad con el alma ilusionada de los becarios. Me pagaban muy mal, pero vivía con intensidad. Y aprendí a amar Londres con el alma de un adolescente.
Siempre estará ahí, cerca del corazón, mi viejo Londres. Y todavía conservo los amigos ingleses de aquel tiempo: Sean y Ron, especialmente. Recuerdo que la primera cosa que me llamó la atención fue la libertad de los ciudadanos para pisar y tumbarse en el césped. En el Madrid de los años 70 (siglo XX) todavía se encontraban carteles en donde se leía: Prohibido pisar la hierba bajo multa de 25 pesetas. Había incluso guardias que vigilaban por el cumplimiento de la prohibición armados de garrotas. Yo aprendí a caminar Londres sin dejar de pisar césped.
Después, era una ciudad en donde todo parecía estar concebido del revés. Por supuesto, la circulación de los coches, que era y es por la izquierda. Pero la confusión te acometía en muchos otros detalles. Entrabas en una habitación, por ejemplo, y al buscar intuitivamente la luz en el lado de la puerta, nunca estaba en el previsto sino en el lado contrario. Y lo mismo sucedía con los grifos de agua fría y caliente, casi siempre colocados al revés que en España: el frío a la izquierda y el de caliente a la derecha. Yo soy diestro e Inglaterra me parecía un país zurdo.
Y claro, los horarios de comer y cenar, el tipo de comida -¡la horrorosa cocina inglesa!-, la estupenda cerveza a temperatura ambiente en los bellos pubs, los pequeños cementerios con siglos de antigüedad colocados en medio del centro de la ciudad, Fleet Street y su bar El Vino, el enorme Támesis partiendo en dos la urbe, el potente olor de los claveles del mercado de Covent Garden, los tenderetes de antigüedades y baratijas de los domingos en Portobello, las inmensas librerías... y, sobre todo, ¡la libertad, la democracia!
Después, viví unos años en París y en Lisboa y pateé mucho mundo como periodista y escritor. Y con cierta frecuencia he vuelto a Londres. Ya no es la misma ciudad en donde, en cierta forma, aprendí una manera de vivir y a la que debo una parte importante de lo que soy. Se ha hecho más moderna, se ha impregnado de glamour, es menos sobria, más mundana y ha aceptado con resignación el avance de lo global. Incluso se encuentran muy buenos restaurantes que cierran a altas horas de la noche.
Pero algunos de los pubs en donde bebía pintas pagando a escote con los amigos las noches de los viernes -hasta el toque de campana de las 11- aún siguen abiertos. Y cuando paso por ellos, me tomo una bitter y brindo en silencio por los viejos buenos tiempos, "cuando éramos jóvenes, pobres y felices", como diría Ernest Hemingway (en su caso, refiriéndose a París).
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