Latinoamérica, un destino sin retorno por Carlos Carnicero

Colgarse de una maleta para recorrer la espina dorsal de américa latina es la mejor aventura que queda por explorar en este siglo xxi cargado de incertidumbres. Es un viaje que, si se emprende con inteligencia, garantiza un difícil retorno.

Latinoamérica, un destino sin retorno
Latinoamérica, un destino sin retorno

La piel de Latinoamérica es rugosa por fuera y suave por dentro, como los zapatos de los tegumentos más nobles. Los pliegues no se adivinan a primer vistazo y sus curtidos están hechos a prueba de engreídos e ignorantes neocolonizadores. Los españoles llevamos quinientos años sin encontrar la forma de acomodarnos a ella, sólo porque hemos pretendido domeñarla para calzárnosla contra las vetas persistentes de la historia. Esta oportunidad no tiene merecimientos para que nos la perdamos y con un poco de esfuerzo, humildad e inteligencia podemos acomodar sistemas de cooperación que tengan recorrido de ida y vuelta.

Entender el hermanamiento profundo, que es posible, es el sustituto necesario de tentativas de conexiones que casi siempre han sido retórica, interés y algunos momentos ingenuos de buenas intenciones. Pero todavía a muchos españoles les resulta más tentador un paseo por los canales de Ámsterdam que descubrir cuánto tiempo le queda a las televisiones mexicanas para incorporar indígenas a la presentación de sus telediarios. Desde el barrio de San Telmo, en Buenos Aires, se oyen los ecos entreverados de lo que ocurre en Bolivia y se perciben las corrientes profundas de la sociedad argentina para acomodar su modernidad -que muchos porteños pretendieron siempre europea- a los tiempos variables que galopan, ajustados a las cumbres de los andes, en un recorrido panamericano desde la Tierra de Fuego hasta el margen latino del Río Bravo.

Entender Latinoamérica como un conjunto de destinos turísticos es el mayor error que puede cometer quien planifica un viaje a cualquiera de los países que configuran la comunidad iberoamericana. Nosotros, los españoles, que compartimos mucho más que un idioma y que todavía no hemos calibrado las consecuencias que motivan estas naturalezas participadas, tenemos la encrucijada de infiltrarnos en cada poro de este inmenso continente para espiar, a hurtadillas, el milagro de la gran transformación. Mientras en España pugnamos por encontrar la definición que nos acomode a todos en una condición inédita de españoles, América se dibuja en un horizonte de grandeza, que se expresa en castellano, portugués y otros cientos de lenguas, y mira con cariño a quien aterriza en estas tierras armado de modestia y sensibilidad para el entendimiento; aquí no tiene problemas en encontrar hueco para un recorrido duradero quien no quiere proyectar una sombra hegemónica de sí mismo, si escucha sin pretender dictar encomiendas -que nunca tuvieron sentido, sobre todo porque se prescribían al calor de una lejanía que todavía se hace persistente- y asiste con respeto a movimientos que esta vez sí son autónomos.

Asistir a estas convulsiones recónditas de una América renovada es un lujo al alcance de más ciudadanos de los que son capaces de percibirlo. El mal español, nuestros problemas de identidad, se contagia; ahora son los austriacos quienes quieren definir el modo de vida europeo como si la vida, en sí misma, dispusiera de una servidumbre geográfica que obligara a una homologación disciplinada. El síntoma más evidente de este distanciamiento de la realidad se manifiesta en la forma en la que se distinguen en España los acontecimientos americanos cuando dibujan realidades que afirman una soberanía sin tutelas. Es entonces cuando produce estupor que un indio boliviano sea presidente elegido y nos tomamos el atrevimiento de faltarle al respeto como si su condición sólo estuviera establecida para ser comparsa de la tramoya del Machu Picchu.

Existe una necesidad inaplazable de que los touroperadores reediten los prontuarios de turismo encaminados a cualquier rincón americano. Las personas, los originarios que estaban aquí antes de que pretendiéramos el descubrimiento, han sustituido a la escenografía tantas veces retratada. La Patagonia chilena sigue siendo un majestuoso homenaje a la inmensidad de la tierra, pero de repente nos hemos percatado que Chile ha enterrado la parte de su pasado asentada en la ignominia y se ha dotado de una personalidad que ya no admite cepellones importados para que sus vinos tengan temperamento propio, y junto con los mendocinos, el día que se pongan de acuerdo para el asalto, promoverán un cataclismo en la Ribera del Duero, en los vides de La Borgoña y en las frías tierras del Rhin.

Todavía los turistas que atracan en la Isla de San Andrés, en el Caribe colombiano, pretenden que pueden abusar de la modesta oferta de sus merolicos, sin percibir que son observados con la misma sabiduría antigua de los mayas apostados en el Zócalo de Mérida, que siguen simulando padecer un engaño inexistente cuando colocan su mercancía. Los cerros de Caracas se desplazan lentamente para tomar posiciones en la ciudad, mientras en Europa pretendemos que el proceso bolivariano es una excentricidad pasajera que será corregida por la mecánica de la historia. Ahora, en Caracas, los escenarios ya no se contemplan desde los picos de El Ávila sino que hay que remangarse en la Plaza Bolívar para tomarle el pulso a los acontecimientos venezolanos; para ello hay que disimularse en el paisaje y sustituir la Nikon por un sencillo cuaderno de viajero. Entonces la ciudad tomará su verdadero sentido.

Estamos a punto de descubrir que Brasil es mucho más que un inmenso continente acomodado en otro sólo un poco más grande. Las calles de Sao Paulo, de Fortaleza o de Río de Janeiro no son sólo escenario para representaciones a ritmo de samba o candomblé, sino un laboratorio de transformaciones sociales que luchan por abrirse camino entre los hieráticos hábitos de la corrupción criolla. Asistir a estos procesos es sólo un poco más complejo que comprar un paquete turístico; basta con ejercer la soberanía de la curiosidad sobre los programas establecidos.

El Canal de Panamá sigue siendo un atajo para circular el mundo; su sistema de exclusas, financiado con capital norteamericano, ya ha sido amortizado por los avatares del siglo XX, cargado de caminos sin retorno; ahora, desde Panamá, apearse en Guayaquil, en Quito o en La Paz es, sencillamente, introducirse en el laboratorio en donde puede evitarse que la globalización sea un mero sistema de clonación de voluntades ajenas. En América, desde Ushuaia hasta Tijuana, las hormigoneras han tomado vida propia en una rebelión de conglomerados cuyas proporciones las empiezan a decidir los oriundos de estas latitudes. Sumergirse en esta aventura, colgarse de una maleta para recorrer la espina dorsal larga y atormentada de América Latina, es la mejor aventura que queda por explorar en este siglo XXI cargado de incertidumbres.

La vieja Europa es una proyección con funciones reiteradas. Las viejas catedrales góticas acumulan experiencia, pero carecen de innovación; son obras conocidas. En América las selvas profundas promueven ecos renovados y los mitos se desvanecen por la simple razón de que sólo eran unos clichés acomodados a viejas conveniencias. Ahora en este continente casi todo es sencilla y maravillosamente impredecible. Este es un viaje que, si se emprende con inteligencia, tiene garantizado un difícil retorno.

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