La Piedra de Rosetta y los orígenes de nuestra vida por Carlos Carnicero

La Piedra de Rosetta imprsiona y magnetiza. De todos los objetos expuestos en el Museo Británico, es el más visitado.

La Piedra de Rosetta y los orígenes de nuestra vida por Carlos Carnicero
La Piedra de Rosetta y los orígenes de nuestra vida por Carlos Carnicero

Sólo hay media docena de lugares u objetos que han conmovido el fondo de mi alma. Sin duda, la cripta del Vaticano es uno de ellos; tuve el privilegio de visitarla por primera vez un día nubloso y frío, hace ya algunos años, a primerísima hora de la mañana: los turistas japoneses todavía dormían y la soledad del lugar donde están enterrados los Papas me sobrecogió. Debo volver. Hay allí una luz especial y una atmósfera que no se puede definir porque es sencillamente reservada. Traspasa la piel y se incorpora en pequeñas dosis a la personalidad de cada uno, si se es consciente del rescoldo de nuestra civilización que yace para siempre en habitáculo tan sencillo, solemne y concentrado.

Algo parecido sucede cada vez que voy al Museo Británico: visita inexcusable a la Piedra de Rosetta para rezar en silencio una oración profana por la inteligencia de muchas personas incardinadas sigilosamente a lo largo de la humanidad sin que ninguna multinacional tuviera que escoger a estos ejecutivos de la historia. Ahora que en Cataluña quieren que se doblen las películas, por obligación legal, en un país en el que nuestros hijos siguen teniendo dificultades con el inglés, la Piedra de Rosetta podría significar una aportación moderna a una multiculturalidad que estuvo encauzada hace más de dos mil años. No hay noticia de que se multara a ningún comerciante egipcio por rotular en cualquiera de las tres lenguas en lugar de alguna de las otras dos.

La Piedra impresiona y ejerce un magnetismo que se diluye en la medida que afluyen los observadores atraídos por ese imán de civilización que está contenido en los conceptos que encierra su propia existencia. Nadie sabe la razón profunda por la cual, de todos los objetos expuestos en el Museo Británico, la Piedra de Rosetta es el más visitado.

Los tres idiomas vigentes en el Egipto de Ptolomeo -jeroglífico, exclusivo de los sacerdotes; demótico, lenguaje común de los ciudadanos, y griego, con el que se expresaba la administración y gobierno- repiten una serie de decretos sacerdotales que ratifican y apuntalan el poder real.

Al margen de la importancia que tuvo el descubrimiento de esta estela, en perfecto estado de conservación, por los investigadores que acompañaron a Napoleón en la conquista de Egipto, para permitir la traducción y conocimiento de la escritura jeroglífica, revela algo de una multiculturalidad que hoy nos cuesta mucho engranar en nuestras sociedades avanzadas.

Toda lengua es un tesoro que pertenece a la humanidad y cuya responsabilidad en su conservación es un mandamiento inexcusable. Las lenguas vivas deben permanecer activas para que su adormecimiento no las ponga en peligro de extinción y porque cada pequeño eslabón de nuestra civilización es indispensable para el conocimiento de la resultante.

Ahora estamos ante el reto de una comunicación expansiva, instantánea y con pocos márgenes para la reflexión y el sosiego, lo que dificulta enormemente la comunicación entre las personas que proceden de culturas distintas, obligadas a una integración vertiginosa consecuente con este mundo globalizado.

Tal vez la Piedra de Rosetta debiera ser trasladada a la sala donde se reúne el Consejo de Seguridad de la ONU como un mantra de la obligación que tenemos en los comienzos del siglo XXI de poner al servicio del entendimiento entre todos la gran resultante de los avances de la humanidad a través de la evolución de su cultura. Sin duda, si existe un pilar donde se cimienta nuestra historia es en esta mole de granito negro cuidadosamente esculpida por unos escribanos que plasmaron en todos los idiomas a su alcance algo que era tan importante como para que nadie pudiera dejar de entenderlo. Al final no nos quedan por descubrir tantas cosas; basta con acudir a las fuentes de la vida. Sin obligar a nadie a que pueda elegir en qué idioma se quiere expresar.

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