-¿Cómo nació su vinculación con la Antártida?
De forma casual. Como investigador, especializado en la capa de ozono, la he visitado en numerosas ocasiones. Y, a partir de ese contacto inicial, empecé a sentirme atraído por la naturaleza y por la épica historia de sus exploradores, movidos por las ansias de llegar hasta donde nadie había estado antes.
-¿Y con Groenlandia?
También he trabajado en el Ártico con expediciones científicas. Y desde hace unos años he ejercido de guía en viajes al suroeste de Groenlandia, que es la zona más cómoda para visitar.

-¿Qué le atrae de esta región?
Además de la grandiosidad del paisaje, también es fascinante la historia de la colonización vikinga. Se aferraron a aquella tierra, casi con uñas y dientes, durante cuatro siglos para desaparecer posteriormente por completo. Los inuit, por otra parte, lograron aclimatarse y aún permanecen allí.
-Parece un destino con un fuerte componente emocional...
Es muy difícil encontrar un sitio en el que no encuentres rastro alguno de civilización —una carretera, una antena—. Y en Groenlandia sucede constantemente.
-Icebergs, glaciares... ¿por qué recomendaría visitarla?
El silencio durante la noche es muy especial. Y si tienes la suerte de ver auroras boreales, lo puedes considerar como un regalo de los dioses. Vivimos en un mundo conectado con la tecnología las 24 horas. En Groenlandia rompemos este cordón umbilical. Me parece importante, cuando viajas, salir de tu entorno y reencontrarse con uno mismo.
-Entre sus maravillas naturales, ¿cuál destacaría?
El fiordo de Tasermiut, por ejemplo, está considerado como uno de los 10 parajes naturales más bellos del mundo.

-¿Qué hay que llevar en la maleta por si acaso?
Mosquiteras individuales para cubrirnos la cara. Si se visita en agosto es probable que no haya mosquitos, pero nunca viene mal... No son mosquitos que piquen, pero molestan. Son baratas y abultan como un paquete de kleenex.