III Expedición VIAJAR: del Tíbet a Shangái

La III Expedición VIAJAR, organizada por B the travel brand, con la colaboración de Iberia, ha viajado a Lhasa, la capital del Tíbet, desde Lijiang y Shangri-La, dos de las ciudades más bellas y misteriosas de China. La última etapa enfrentó el poderoso perfil de los rascacielos de Shanghái con la memoria reciente del Potala y las cumbres del Himalaya. 

Mirador de Lhasa. Al fondo, el Palacio de Potala
Mirador de Lhasa. Al fondo, el Palacio de Potala / Tino Soriano

Somoslaowai, forasteros, en la ciudad más bella de China: Lijiang, famosa por las calles y casas de su casco antiguo, sus canales, las acequias, el agua que corre por debajo de sus 354 puentes, la cultura naxi, el lenguaje dongba y la montaña nevada del Dragón de Jade, refugio de un dios hostil. Entre las múltiples maneras de visitarla, elegimos comenzar por el mercado. La nave central agrupa y ordena los puestos de tofu, las bañeras rebosantes de tallarines, la fruta que parece colocada por colores: arriba, el melón y su discreto interior marrón claro; la pitaya, blanca y negra, y el oloroso durián; abajo, la sandía, abierta, roja; las moras, recién cogidas; las mandarinas, los mangos y las vainas canela del tamarindo.

El lenguaje dongba

Los naxi de Lijiang conservan la escritura pictográfica más antigua que se conoce: el lenguaje dongba. Consta de más de 1.400 pictogramas ideográficos y fonéticos. Se estima que fue creado en el siglo VII d.C y que fue utilizado por los chamanes naxi, la casta de los dongba, para fines religiosos durante al menos tres siglos. No es fácil de interpretar: dos ojos oblicuos significan odio; un bol de arroz, sueños. Su uso se extinguió hace décadas, pero la comunidad naxi ha preservado su escritura como símbolo de su identidad.

Lenguaje dongba
Lenguaje dongba / Tino Soriano

Hay setas de todos los colores, sabores y tamaños, sacos con té y, a cada paso, carne seca de yak, adobada, roja y picante. Me pierdo entre los puestos de pescado, con carpas y tilapias del Yangtsé, y acabo donde venden los pinchos de saltamontes, escorpiones, escarabajos con alas y gusanos no tan caros como el que ofrecen en el aeropuerto de Chengdu: el cordyceps chino, una oruga canibalizada por un hongo que crece en estas tierras altas junto al Tíbet. Al parecer, sirve como afrodisíaco y como panacea para toda clase de males. Es el gusano más caro del mundo, no es fácil encontrarlo por menos de 20.000 euros el kilo.

Lijiang es el territorio de los naxi, una de las 56 minorías nacionales chinas, emparentada con los lisu, los mosuo, los bai, todos descendientes de los nómadas que dominaron hace siglos las fronteras del bárbaro sur de China. En Lijiang, los naxi formaron un matriarcado, una comunidad gobernada por las mujeres. En su lengua, las ideas de fuerza, grandeza y potencia llevan nombres y adjetivos femeninos, y a la inversa: se requieren nombres o adjetivos masculinos para expresar la debilidad, la pequeñez o el miedo. De su religión, mezcla de budismo tibetano y chamanismo, se encargaban los dongba, los hombres sabios. Solo ellos conocían los misterios del dios del cielo, que creó el mundo a partir de la nieve. Solo los dongba sabían cómo contener la ira divina, el permanente enfado de un dios al que no le gustan los humanos.

En Shangri-La hay un parque dedicado a la novela "Horizontes Perdidos"

Los dongba crearon una escritura única, basada en el uso de 1.400 pictogramas. Las calles, casas y comercios de Lijiang están marcados con pictogramas dongba, dibujos que los jóvenes turistas chinos se apresuran a grabar en sus teléfonos móviles para lucirlos en el perfil de su whatsapp. El turismo ha transformado Lijiang. Hace veinte años, el escritor José Ovejero se refería a Lijiang, en su libro China para hipocondríacos, como un lugar remoto, desconocido salvo para los traficantes de la frontera entre China y Birmania. El pasado año, 2017, Lijiang recibió 35 millones de turistas, en su mayoría chinos. La ciudad ha triplicado en diez años el número de sus hoteles y el de sus comercios y ha enriquecido a los naxi: la mayoría vive ahora de las rentas que les proporcionan los alquileres de sus casas en la ciudad antigua, conduce caros vehículos europeos y disfruta de grandes mansiones en la parte nueva de la ciudad, donde crece la burbuja inmobiliaria de Lijiang.

La ciudad vieja

La ciudad vieja, el casco antiguo de Lijiang, cautiva a cualquier turista. Quizá sea el último lugar de China que conserva un entramado de casas bajas y tradicionales de tejados de madera, con calles pequeñas, empedradas, animadas por el sonido del agua que baja de la montaña y corre por una red de acequias y canales que abraza y atraviesa toda la ciudad. Es un lugar en el que apetece perderse, dejarse llevar por un aparente laberinto de calles, canales y puentes.

Las mejores vistas del casco viejo se obtienen desde la colina donde se encuentra el templo Wen Chang (literalmente, "esplendor de la literatura”). Rinde culto al dios de las letras, una divinidad sincrética propia de Lijiang. Desde su terraza se observa mejor el alzado de las casas de madera, casi todas de dos plantas con techos negros rematados por aleros que se elevan hacia el cielo para evitar que los espíritus del agua y del aire se molesten con los ángulos agudos, se irriten por la posible dureza visual de las esquinas.

Por todas partes abundan las flores. Petunias amarillas, prímulas, clavelinas, ciclamen, buganvillas, geranios y pensamientos. Hay flores en cada pared, en todas las ventanas y en los patios interiores que los naxi llaman “pozos del cielo” porque sirven para mirar desde la casa a las estrellas. En el interior de Wen Chang hay una pared dedicada al explorador, geógrafo y lingüista Joseph Rock, el aventurero estadounidense que recorrió estos territorios a principios del pasado siglo e inspiró con su relato la novela de James Hilton Horizontes Perdidos. Desde esta colina se intuye que Lijiang se fue organizando con razones alejadas de la belleza, con casas bajas y calles estrechas para proteger a sus habitantes del frío, los incendios, las inundaciones y los terremotos. Es una ciudad desordenada que, sin embargo, transmite armonía, calma, serenidad. Como explica Pedro Ceinos, en su libro Shangrilá, es imposible no enamorarse de Lijiang.

La garganta del tigre

Dejamos Lijiang, por carretera, y viajamos hasta encontrarnos con el Yangtsé en la Garganta del Tigre. Hasta hace menos de un siglo, Lijiang era la última ciudad del mundo civilizado, un oasis comercial. De Lijiang partían las caravanas que pretendían llevar té hasta Lhasa, a dos mil kilómetros, esquivando a los nosu, los cazadores de cabezas, y al resto de tribus salvajes que vivían en las montañas y adoraban las cumbres, el Sol y la nieve. En Lhasa, los que llegaban cambiaban el té por caballos. Luego, había que regresar. Sin rutas fijas, por caminos que nacían y desaparecían con cada invierno, por montañas y valles de pueblos hostiles, misteriosos, que quizá escondían secretos de la vida, pócimas de felicidad.

Uno de esos pueblos misteriosos, entre Lijiang y Lhasa, es Zhongdian, rebautizado en el año 2002 por el gobierno chino con el nombre del reino perdido del Himalaya que protagoniza la novela de James Hilton Horizontes perdidos, que Frank Capra llevó al cine en 1937: Shangri-La. Hilton narra en la novela la aventura de cuatro occidentales que sobreviven al aterrizaje forzoso de su avión en el Himalaya y son acogidos por los habitantes de un misterioso lugar que disfrutan de paz, felicidad y de una longevidad milagrosa. Es el reino de Shangri-La, gobernado por lamas y un antiguo jesuita, que rezan juntos el Te Deum cristiano y el sagrado mantra del budismo Om Mani Padme Hum. Es una historia de ficción que conecta con un sueño universal, una utopía romántica, la existencia de un lugar conforme a nuestra idea del paraíso.

Las calles de Lhasa viven animadas por cientos de santones, lamas, peregrinos y turistas

Las casas tradicionales de Shangri-La son totalmente diferentes a las de Lijiang. Son casas altas, de muros de adobe, con fachadas en las que sobresale una amplia balconada que descansa sobre pilares cilíndricos de madera. El número de pilares tiene que ser par y el número de espacios impar, de modo que la entrada principal, en el centro, genere siempre simetría. Las ventanas son de madera y están finamente labradas, como las puertas y los artesonados. La madera representa a la vida, pero los tiempos están cambiando y son muchas las casas de Shangri-La que han acristalado sus fachadas para atrapar la luz y crear solariums, de vidrio y acero, sin miedo a que los espíritus se golpeen contra los cristales. En el centro de la ciudad nueva, en la Avenida de la Larga Marcha, hay un parque dedicado a la novela Horizontes perdidos. Un parque que reproduce con cartón y piedra la imagen del avión entre montañas y la posible silueta del reino de la felicidad. Junto al parque, hay una sucursal del Banco de China.

El lugar más destacado de Zhongdian, que perdió por un incendio parte de su ciudad antigua, ahora restaurada, es el monasterio de Sumtseling, situado a 3.380 metros de altitud. El quinto Dalai Lama decidió su construcción, en el año 1679. En su período de mayor esplendor, reunió más de dos mil monjes en sus escuelas, destruidas por la Revolución Cultural maoísta y reconstruidas a partir de 1983. No hay apenas turistas cuando lo visitamos. En las escaleras, omnipresentes, algunos fieles venden molinillos de oraciones, harina de cebada y mantequilla de yak. Los molinillos, como las grandes ruedas de plegarias que se sitúan en hilera a la entrada de los templos, llevan escrito en sánscrito el mantra Om Mani Padme Hum. Hay que girarlos en la dirección en la que el Sol cruza el cielo para que difundan su mensaje por todo el Universo. Conforme se giran, hay que meditar sobre su significado. Las seis sílabas del mantra contienen la esencia de todas las enseñanzas del budismo tibetano. Ayudan a lograr la perfección y evitan la reencarnación. Dentro del monasterio, son numerosas las pinturas que trazan la rueda de la vida. En su interior destaca la imagen de tres animales: un cerdo, un gallo y una serpiente. Representan la avaricia, la ira y la estupidez, los tres defectos mayores de la humanidad. Así lo han explicado durante siglos los lamas del pequeño Potala de Shangri-La.

Shangái suma 26 millones de habitantes y recibe más de 100 millones de turistas

El vuelo de Shangri-La a Lhasa bordea las cumbres del Himalaya. Desde la ventanilla del avión de Tibet Airlines se divisa una sucesión de magníficos picos nevados que continúa, se intuye, más allá del horizonte. Algunos picos sobresalen por encima de las nubes, es posible que sean cumbres que superan los 7.000 metros de altura: en el Himalaya hay más de cien sietemiles y catorce ochomiles. Antes de aterrizar en Lhasa se ve el valle que ha creado el río Brahmaputra, al que en el Tíbet llaman Tsangpo. Nace en la montaña sagrada, el Kailash, la morada de Shiva, la única cumbre del mundo que no conoce intentos de escalada. Durante más de mil kilómetros permite navegar entre las cumbres tibetanas. Es la vía de transporte fluvial a mayor altura del mundo.

Fascinante Lhasa

Lhasa es un lugar extraordinario. La ciudad nueva no ha parado de crecer durante los últimos veinte años, cada día multiplica el número de grúas y de metros cuadrados construidos. Pero la ciudad vieja mantiene intacto, invariable, su gran poder de fascinación. Sus callejuelas no conocen el descanso. De día y de noche viven animadas por la presencia de peregrinos, santones, lamas del gorro rojo, lamas del gorro amarillo, fieles que agitan sus molinillos, recitadores de mantras, penitentes, devotos, curiosos, turistas chinos y viajeros occidentales, algunos en busca de su liberación personal. Todos confluyen en el templo de Jokhang, el centro espiritual de la ciudad, el primero y más antiguo de sus monasterios, donde se encuentra la imagen más antigua conocida de Buda, destruida por los maoístas y restaurada durante los años de gobierno de Den Xiaoping.

Alejado del casco antiguo, el soberbio palacio de Potala parece un monumento sin vida frente a la animación que agita continuamente al Jokhang. Pero resulta difícil apartar la vista del gran palacio blanco, que parece competir con las montañas que rodean Lhasa por ver quién llega antes a las nubes. Es un solemne desafío. Un rascacielos blanco, dorado y ocre, el color de la madera del tamarindo. Un templo, un monasterio y una escuela, El Escorial del Himalaya, la casa de los Dalai Lama, el símbolo de todos los misterios que esconde Lhasa.

Dejamos Lhasa, su precioso monasterio de Drepung, los pequeños templos –de monjas, de orantes, de estudios tántricos– que esconden las callejuelas del casco antiguo, las vistas al Himalaya, la carne de yak, el té con mantequilla, los lamas malhumorados –por todas las fotos que sufren a diario–, los peregrinos, los santones y las historias que se cuentan en lugares como Makye Ame, la taberna que frecuentaba el sexto Dalai Lama, el único que no quiso seguir la vida monástica.

La ciudad del futuro

Volamos a Shanghái. Es un vuelo relativamente corto, pero la distancia entre Lhasa y Shanghái no debería medirse en kilómetros, sino en años luz. Lhasa parece aún una ciudad medieval mientras Shanghái te descubre cómo será el mundo la próxima década. Cuando miras los rascacielos del Pudong, se despejan todas las dudas: Shanghái es una ciudad que ha venido del futuro.

Nanjing Este, en Shangái, es la calle comercial más larga y más iluminada del mundo

La Torre de Shanghái, la más alta de Asia con 632 metros de altura, el segundo rascacielos más alto del mundo, muestra en su planta baja un vídeo que registra en 45 segundos la velocidad de la evolución de Shanghái. En 1890, Shanghái era un puerto sin importancia con barcas de pesca, juncos y sampanes con remos como los de Hong Kong. En 1920, los británicos y los franceses comenzaron a levantar los edificios neoclásicos del Bund: los muelles de carga, las atarazanas, los controles de aduanas. Casi no hubo cambios en la isla, el Pudong, hasta 1992, cuando se construyó la torre de comunicaciones. Luego, en los veinte años siguientes la isla se ha ido llenando de rascacielos. Es un reflejo del cambio en China, que ha pasado de la Edad Media al siglo XXI en menos de tres décadas.

De noche, el espectáculo de luces de los rascacielos del Pudong atrae a locales y visitantes. Shanghái es una de las ciudades más pobladas de China, con 26 millones de habitantes, y una de las que recibe más turistas, más de 100 millones, en su mayoría chinos. Ninguno escapa a las tentaciones de la deslumbrante calle Nanjing, con cuya iluminación no puede competir ninguna otra calle o plaza del mundo, incluida Times Square en Nueva York. Concluimos el viaje con un crucero nocturno por el río Huangpu y una cena en M on the Bund, el restaurante con las mejores vistas de Shanghái. De regreso al hotel, aún quedan tiendas abiertas en la calle Nanjing. En una de ellas venden pequeñas estatuas de bronce de Buda, Confucio y Mao, que parece haber ascendido al panteón de los dioses protectores; en otra venden recuerdos de toda China, incluidos molinillos de oraciones. El vendedor descubre mi interés por la rueda de plegarias y levanta durante unos segundos su vista del teléfono móvil.Llévese uno–dice, me traduce el guía–. Si reza, podrá volver a China”. “¿Reencarnado?”, le pregunto. No –responde–. Para eso tendría que rezar más. Y si reza lo suficiente, podría tener suerte y nacer aquí, en Shanghái, donde mejor se come, se vive y se disfruta del mundo. Piénselo, amigo”.Y aquí tengo conmigo el molinillo.

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