Ibiza en septiembre, por Javier Moro

"Sus calas cubiertas de pinos y sabinas desde donde surge el canto de las cigarras son la antesala del paraíso"

Ilustración Javier Moro

Javier Moro. 

/ Kike Lucas

Ibiza me deslumbró la primera vez que la descubrí. Lo hice por mar, en un velero que traíamos desde Mallorca a la península. Durante la travesía en un día soleado de abril, los delfines nos siguieron jugando en la proa del barco, luego vimos flotar una gran tortuga y hasta nos siguió una tintorera. Y al cabo de varias horas apareció la isla envuelta en una ligera bruma, como un sueño que poco a poco se va haciendo realidad. Más tarde, la agreste belleza de sus costas y la calidad de sus aguas me hicieron regresar muchas veces, y me acabé comprando una casa en la que paso parte del año y donde encuentro la tranquilidad necesaria para terminar mis libros.

Ibiza es mediterráneo puro, sus aguas marinas son de una claridad prístina, y cuando llega el calor, sus calas cubiertas de pinos y sabinas desde donde surge el canto de las cigarras y el olor a enebro y a manzanilla son la antesala del paraíso. En el norte todavía agreste es fácil sucumbir al encanto de los campos de tierra roja de Santa Inés o San Mateo, un paisaje suave de almendros y frutales, de campos de trigo, de colinas ondulantes cubiertas de bosques, de caminos estrechos que terminan al borde de algún acantilado. Huele a jazmín, a flor de azahar, a lavanda, a madreselva y a algas.

Algunas de sus calas tienen playas de arena blanca; otras, de cantos rodados. En sus orillas crecen cardos marinos, lirios de mar y matas de gramíneas de abundante cabellera que llaman el borró. Las algas, arrastradas por el oleaje, se acumulan en las playas. Antaño, los campesinos las recogían y las utilizaban como abono en los campos agrícolas y también las usaban como aislamiento en el techo de las casas payesas. Todavía es posible fondear en una de las calas del norte en pleno agosto y encontrarte solo. Y luego están los pueblos, que hechizaron a poetas y escritores como Albert Camus, Rafael Alberti o Walter Benjamin, que escribió a sus amigos: “Entre las casas blancas de esta isla se encuentra el verano de la vida. Me quedaría aquí para siempre”.

Hoy, en julio o agosto, Walter Benjamin ya no diría eso porque en verano la isla ofrece el espectáculo de una cultura globalizada y vulgar. Aunque, todo hay que decirlo, gracias al covid y al cierre de las discotecas, estas dos últimas temporadas se ha reducido drásticamente el turismo de borrachera. Hay menos ruido y menos estridencia, pero aun así, las playas están abarrotadas. Y no digamos el mar: un día de julio conté mas de ciento cincuenta embarcaciones fondeadas en cala Jondal, en lo que se está convirtiendo en otro modo de ocupación urbanística, esta vez sobre el agua.

Afortunadamente Ibiza es más que sol, playa y fiesta. Es también cultura, gastronomía y paisajes, cosmopolitismo y tradición. Más vale venir en septiembre y octubre cuando la marabunta turística se ha ido, el silencio regresa a las playas y cuando el mar es de un azul todavía más intenso. Volver para recorrer gran parte de su litoral virgen, así como las amplias zonas boscosas del interior, para tumbarse en una cala y escuchar a las gaviotas, para disfrutar del olor de los pinos mojados por la escarcha, para acariciar la arena fina de las playas. Volver para recorrer la isla en coche, en bici, a pie o a caballo y apropiársela de nuevo, redescubrirla, y dejarse embrujar por sus 540 km2 de historia, de paisajes y de rincones.

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