Hoteles, por Javier Reverte

Yo creo que los buenos viajeros aman los hoteles porque representan todo lo contrario del hábito y de la costumbre.

Hoteles, por Javier Reverte
Hoteles, por Javier Reverte

Un amigo mío, que ya murió a causa de los numerosos excesos en los que bañó su vida, decía cuando regresaba a su hogar rezumando alcohol por todos los poros de su maltratado cuerpo: "¡Qué gusto llegar a casa y que no haya nadie!". George Bernard Shaw, en sentido parecido aunque en apariencia distinto, escribió una vez que "la gran aventura del hotel reside en que es un refugio frente a la casa familiar". El primero detestaba la familia como incómodo testigo de su camino autodestructivo, mientras que el dramaturgo irlandés venía a afirmar, sobre todo, el carácter de libertad que confiere un hotel frente al hogar, y más lejos todavía: el grado de felicidad íntima que supone irse de tu ciudad, pues los hoteles sólo los ocupamos cuando nos encontramos de viaje.

Los hoteles son, por principio, lugares fríos y, por lo general, exentos de carácter, salvo que ese carácter se refiera estrictamente a su condición de lujoso. Entonces su personalidad se adquiere a base de alfombras orientales, enormes lámparas de lágrimas de cristal y empleados con unos espléndidos uniformes de botones dorados. Ese lujo, ciertamente les confiere algo de calor y uno piensa, si se aloja en uno de ellos, cómo deben ser las casas de los propietarios de tan suntuosos establecimientos. Incluso sospecha que, quizás, el dueño ocupe una de sus "suites". ¿Para qué molestarse en tener una casa propia? Pero la mayoría de los hoteles, generalmente, no son así. Diseñados con mayor o menor gusto, no comunican calor y nunca podemos imaginar que puedan pertenecer a alguien o que su dueño los habite. Esto es: son lugares de paso por los que nadie sentiría atracción.

Y sin embargo, no es así. A nosotros, precisamente nos gusta eso, que no nos recuerden para nada nuestra ciudad y nuestro hogar. Porque, ¿para qué demonios te vas del lugar en donde has nacido o abandonas las cuatro paredes en donde moras si lo que tratas luego es de recuperar un espacio parecido al que has dejado atrás?

Yo creo que los buenos viajeros, tal y como lo era George Bernard Shaw, aman los hoteles. Son todo lo contrario del hábito, de la costumbre, y nos proponen la sorpresa de sentirnos seres fugaces que, como sombras, recorren unas largas galerías impersonales en donde las habitaciones aparecen marcadas con un número o toman una copa en solitario, a última hora de la tarde, en un rincón de un bar de luz liviana, mientras un pálido pianista interpreta con cierta desgana una pieza melancólica de Schubert o Chopin.

Hay hoteles que, pese a la soledad y tristeza de sus salones, atesoran la nostalgia invisible de un pasado que a todos nos gustaría rescatar levantando sus cortinajes o retirando los antiguos muebles de su sitio para ver qué esconden detrás. Yo los llamo hoteles literarios y todos ellos guardan numerosas leyendas e historias verdaderas, mientras que en sus sillones descansaron sus posaderas ilustres protagonistas de la Historia o de la Literatura.

Hace años, Manu Leguineche hizo un libro espléndido sobre el tema, al que tituló Hotel Nirvana, y en el que rescató el rico anecdotario de ilustres establecimientos como el Pera Palace de Estambul, el Ritz de París, el Waldorf Astoria de Nueva York, el Lido de Venecia, el madrileño Palace y el Grande Bretagne de Atenas, entre muchos otros. En el primero, Agatha Christie escribió parte de su Asesinato en el Orient Express; en el bar del segundo, Hemingway proclamó la liberación de París de los alemanes (¿o lo suyo fue libación?); y en el Lido imaginó Thomas Mann su Muerte en Venecia.

Por favor: pidamos que, en tiempos de tanto cambio global, no se acaben nunca los hoteles, uno de los mejores inventos humanos.

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