Un hombre
Regresaba a Ítaca a bordo del mismo transbordador que veinte años antes y me iba preguntando si dimitris seguiría vivo...

Hace poco he vuelto a la isla griega de Ítaca, la patria mítica del gran Ulises, el añorado reino del héroe viajero de La Odisea. Ha sido la tercera ocasión en que pisaba el lugar y no creo que existan muchos españoles que la hayan visitado tanto. La última vez que estuve en la isla fue hace casi veinte años, se supone que el tiempo suficiente como para que los cambios producidos allí fueran notorios. Y, sin embargo, no ha sido así. Ítaca continúa siendo casi lo mismo que era hace dos décadas. Sus habitantes no han aumentado, no hay edificios nuevos, la flota de pequeños pesqueros de trasmallo –no existe ninguno de arrastre– sigue muy escasa en número y los dueños de las barcas son los mismos de antes, aunque algo más talludos. No hay lonja de pescado, sino que las capturas las venden directamente en los muelles los pescadores de bajura. Solamente percibí como cambio que el viejo caserón de Correos es ahora un supermercado y la pequeña tienda de souvenirs ha desaparecido. Y como entonces, tan solo hay un hotel, el Méntor.
Hace veinte años conocí a un tabernero que, antes de eso, había navegado como marino en cargueros por "los siete mares", como se decía antes. Se llamaba Dimitris, era bajo de estatura, recio, reidor, dueño de un correcto inglés aunque algo atropellado, bebedor de licores y de caldos y buen conversador. Tenía algo de Zorba, el personaje de Kazantzakis, sobre todo en su desapego de las riquezas materiales y una cierta pasión contenida que leías en su mirada. Poseía una vieja barca de motor decrépita –la llamaba Dimitritos–, con la que pescaba al volantín y al curri, y una casposa motocicleta pintada derojo con la que recorría la pequeña isla rodeado de la nube de humo que despedía su tubo de escape. Tenía un hijo pequeño y una esposa alemana. Y le gustaba la poesía. Pescamos juntos una mañana en el bruñido Mar Jónico, me recitó versos de Kavafis y el comienzo de La Odisea y charlamos sobre Homero, Byron y Cervantes en una playa alfombrada de guijarros mientras nos comíamos un caldero de patatas y pescado (nuestras capturas del día) que él mismo preparó.
Hablé de él en un libro que publiqué hace años, y desde entonces nunca volví a saber de él. Y ahora que regresaba a Ítaca –a bordo del mismo transbordador que veinte años antes, el Kefalonia–, me iba preguntando si seguiría vivo. Era más joven que yo, unos diez años; pero con las cuestiones de la vida y de la muerte nunca se puede estar seguro: te la pueden jugar en cualquier momento.
Yo le reconocí al punto y, cuando él me identificó, nos abrazamos. Charlamos un buen rato sobre el paso del tiempo. Su hijo Sebástian había crecido y dirigía el negocio de la taberna; su esposa Bettina ya no estaba con él; y los dos teníamos el pelo canoso y estábamos más gordos. Le pregunté entonces por su barca y su moto. Y él, sonriente, me llevó a la explanada frente a su casa. Allí estaban los dos cascajos: la motocicleta llena de polvo junto a la puerta y la nave meciéndose en la pequeña rada, anclada cerca del muelle.
Es curiosa la vida: de pronto te devuelve veinte años atrás y encuentras objetos que en muchos otros lugares habrían sido desguazados, y personas que el paso del tiempo debería haber cambiado, en su fisonomía y en sus hábitos.
Pero la amistad no se transforma sustancialmente. Y no han desaparecido de mi vida Dimitris, ni su barca ni su moto.regresaba a Ítaca a bordo del mismo transbordador que veinte años antes y me iba preguntando si dimitris seguiría vivo...
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