Historia Natural, por Espido Freire

Las expediciones científicas resultaron inestimables para crear un imaginario colectivo sobre las tierra lejanas.

Ilustración Espido Freire

Espido Freire. 

/ Kike Lucas

En 1570 el médico real Francisco Hernández de Toledo recibió de Felipe II 60.000 ducados y la orden de dirigir una expedición científica en la Nueva España: durante los siguientes siete años, el protomédico general de nuestras Indias, islas y tierra firme del mar Océano recorrió esa extensa región acompañado de un grupo mixto de españoles e indígenas en los que los geógrafos, los médicos y los lingüistas debían colaborar de manera necesaria. Aprendió náhuatl, que funcionaba entonces como lingua franca en toda Centroamérica, y regresó a la península, donde dedicó el resto de su vida a organizar los 38 volúmenes de su monumental investigación.

La expedición de Hernández de Toledo no solo traía plantas secas, semillas y descripciones de cultivos exóticos como el maíz, el cacao, la nuez moscada o la piña: los pintores que le acompañaban, esenciales para documentar sus descubrimientos, le proporcionaron delicados dibujos de pájaros, de tesoros minerales y de flores como la dalia, que describió como planta con flores a manera de estrellas sobre color amarillo a rojo: también la llaman atlcotlixochitl o flor de garza.

Tres de aquellos artistas eran indios: como era la costumbre de la época, recibieron nombres cristianos con su forzoso bautismo: Pedro Vázquez, Antón y Baltasar Elías ilustraron aquellas plantas que conocían, o en las que quizás nunca habían reparado, como la Hernandiana, pero que resultaban de pronto muy relevantes para aquellos extranjeros que recorrían ríos, costas y selvas. Sin la colaboración y el conocimiento de los indios el proyecto de Hernández de Toledo hubiera resultado imposible. La nueva historia natural encargada por Felipe II, en la línea de la de Plinio, no solo suponía un ambicioso inventario de todas las riquezas naturales que albergaba el Nuevo Mundo, no era solo un catálogo del conocimiento botánico y farmacológico americano, que intentó preservar en lo posible, sino también una apasionante invitación al viaje y al descubrimiento; es una lástima que las expediciones científicas hayan pasado tan inadvertidas en nuestro país, oscurecidas, frente al orgullo y la reivindicación de las alemanas y sobre todo, de las inglesas del siglo XIX. Resultaron inestimables para crear un imaginario colectivo sobre las tierras lejanas y un acicate para los exploradores y viajeros, que recorrían sus ilustraciones como si contemplaran una novela de aventuras.

Hernández de Toledo, como tantos otros pioneros, no gozó de mucha suerte. Su obra sufrió varias reducciones y modificaciones, porque el coste de publicarla resultaba inasumible. El incendio que asoló El Escorial en 1671, un siglo tras la expedición, arrasó con gran parte de las fichas y de las ilustraciones originales, que se conservaban en la biblioteca, y dejó así cojo ese esfuerzo de una ambición sin igual. Muchos de los descubrimientos ya fijados por el médico español fueron sustituidos por los posteriores, mejor documentados, con herramientas modernas.

Muchos viajes a Latinoamérica incluyen una mirada a la naturaleza, a los mariposarios o las selvas húmedas, a la escondida riqueza del altiplano o a la gastronomía que incluye las patatas de especies primigenias, el tratamiento del chocolate o las texturas de los diferentes maíces, frente al deslumbramiento que generan las especies de orquídeas o de plantas exóticas, qué lejos quedan aquellos primeros investigadores que buscaban una primitiva enciclopedia, una inmensa historia natural. Resultan más vistosas las expediciones bélicas, los descubrimientos, las conquistas. Pero ni el viaje ni la civilización serían posibles sin la ciencia, sin la callada labor de aquellos artistas indígenas, sin la tozudez del médico castellano.

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