Contra los gentilicios, por Sergio del Molino

"Detrás de cada gentilicio hay un prejuicio ideológico. Quien lo inventa quiere demostrar algo o fastidiar a alguien"

Contra los gentilicios, Sergio del Molino
Contra los gentilicios, Sergio del Molino / Raquel Marín

Para lo que es normal en mi gremio, tengo muy pocas manías lingüísticas de escritor. Una tiene que ver con la palabra estadounidense. Cuando empecé a machacar páginas de periódico, en todas partes me obligaban a usarla. Si alguna vez ponía norteamericano, el jefe o el corrector de cierre me lo cambiaban, sin ahorrarse el sonsonete: “Los canadienses y los mexicanos también son norteamericanos, y tampoco se puede decir americanos, porque se enfadarían los argentinos”.

Llamándolos estadounidenses, castigamos a los habitantes de ese país por su pecado imperial de apropiarse del gentilicio de América. Les aplicamos el palabro como un correctivo de humildad y una forma de respetar al conjunto de americanos, pero en realidad solo nos castigamos a nosotros mismos, obligándonos a usar una palabra horrorosa e incongruente. Si los vecinos de los Estados Unidos de América son estadounidenses y no americanos, por lógica, los vecinos del Reino Unido deberían ser reinounidenses, y los vecinos de la Confederación Helvética, confederados. Si los llamamos británicos y suizos, no hay razón para no llamar americanos a los otros.

Contra los gentilicios, Sergio del Molino
Contra los gentilicios, Sergio del Molino / Raquel Marín

El escrúpulo de decir estadounidense no es muy viejo: las gentes de Villar del Río los recibían cantando “Americanos, os recibimos con alegría”. Si hubieran dicho “Estadounidenses, os recibimos con alegría”, la película de Berlanga habría sido un fiasco. Nos molesta tanto que los americanos se llamen a sí mismos americanos porque nos molestan los americanos en sí. Detrás de cada gentilicio hay un prejuicio ideológico. Quien lo inventa quiere demostrar algo o fastidiar a alguien.

A veces, también se esconde un complejo de inferioridad, como en esa manía de tantos pueblos españoles por latinizar o complicar los suyos: los de Almazán son adnamantinos; los de Lérida, ilerdenses; los de Huesca, oscenses; los de Calatayud, bilbilitanos; los de Huelva, onubenses, y los de Badajoz, pacenses. Podrían ser almazaneros, leridanos, huescanos, calatayudenses o badajozanos, pero con los otros nombres se suenan más antiguos y nobles. También más cursis, claro. En ningún otro aspecto ladra tanto el nacionalismo de campanario. Basta equivocar una letra para que los del pueblo juren odio eterno al profanador.

Varios lectores me escribieron enfadadísimos porque, en La España vacía, atribuí a los de Fuentidueña de Tajo el gentilicio fuentidueñense, cuando el oficial es fuentidueñero. Una librera de Barcelona devolvió todos mis libros cuando descubrió en uno de ellos que su pueblo estaba escrito con grafía antigua, como lo escribía Pío Baroja, y no con la oficial vasca de ahora, y recuerdo a una funcionaria cultural extranjera muy disgustada conmigo porque me referí a un escritor belga como “el autor holandés”: “¿Cómo le sentaría a usted que me refiriese a Sergio del Molino como un escritor portugués?”. Le dije —y no lo entendió— que me honraría mucho ser confundido con un autor portugués, ojalá algún día pase. Lo que no soportaría jamás es ser tomado por un estadounidense, con lo bonito que es ser americano.

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