Festivales, por Mariano López
Muchos peregrinos añaden a su caridad un precioso regalo: el sacrificio de su pelo.

El templo hindú de Tirumala es el oratorio más visitado del mundo. Cada día recibe entre 80.000 y 100.000 peregrinos, una cifra que asciende a 500.000 durante las fiestas mayores del templo, la semana de los festivales. Si la India es el país más fascinante del mundo para muchos viajeros, entre los que me incluyo, aún lo es más cuando celebra sus fiestas mayores. Este mes de octubre los monzones regresan a sus nidos en el Himalaya y es cuando se desata el calendario festivo. Comienza con laferia de Pushkar, que levanta un mercado en el desierto con 50.000 camellos durante la luna llena de octubre, el mes de kartika en el calendario hindú. La luna de kartika empapa de fortuna todos los negocios. Los feriantes, además, pueden obtener el perdón de sus pecados: solo tienen que bañarse de noche en la gran laguna de Pushkar, a la luz de la luna, para obtener una completa redención.
Es tiempo de lunas y de diosas. En Bengala, las fiestas se celebran en honor a Durga, la diosa madre que cabalga a lomos de un tigre. Laciudad de Mysore recuerda, con grandes pompas, la historia de la diosa Chamundeswari, que mató al mayor de los demonios. También hay un tiempo sagrado para los amigos: Udaipur brilla con una fiesta que expresa la gratitud del hombre hacia los caballos, símbolos de autoestima y de lealtad.
Después de kartika, toda la India celebra el diwali, la llegada del nuevo año. Las casas se llenan de velas, lámparas, candiles, infinitos destellos de luz. Son cinco días de celebraciones. El quinto día acoge la fiesta de los hermanos, que comparten la comida y se reparten lazos o pulseras que renovarán al año siguiente o que llevarán siempre, como señal de una hermandad que imaginan o desean perpetua. En la primavera llegará el holi, el festival de los colores, que conmemora un incendio cósmico, la chispa que estalló entre los dioses por una historia de amor. Pero ninguna fiesta supera a la Maha (gran) Kumbh Mela, que se celebra cada doce años en Allahabad, la ciudad donde confluyen los tres ríos sagrados: el Ganges, el Yamuna y el Saraswati. Durante 55 días, la fiesta reúne más de cien millones de fieles, para quienes bañarse en las aguas de la confluencia de los tres ríos, en el tiempo preciso que marca el calendario sagrado, significa escapar del ciclo de las reencarnaciones. Algunos solo alcanzan a beber un trago; no es fácil llegar al río entre tan extraordinaria multitud. Pero basta con unas gotas para que todo hindú sienta que por fin ha encontrado el camino, la vía que le llevará a fundirse con el alma universal, el atman.
Los miles de peregrinos que llegan a diario a Tirumala también buscan desprenderse de la individualidad. La deidad principal del templo es un avatar de Visnú que recibe el nombre de Venkateswara, que significa el dios supremo que acaba con todos los pecados. La cola que forman los peregrinos para entrar en el oratorio principal mide varios kilómetros. Cada peregrino suele pasar entre uno y dos días en la cola, un día más en la época de los festivales. Las horas pasan muy despacio. Los fieles rezan, charlan, comparten comida o cantan canciones. El repertorio de cánticos de Tirumala está formado por unas 12.000 canciones, pero muchas más se han perdido con el paso de los siglos.
La alegría del peregrino es grande y conmueve también a su bolsillo. Recuerdo la carretera que lleva hasta Tirumala. Limpia, ordenada, perfectamente asfaltada, la mejor que he visto nunca en la India. El templo recibe cada día casi 23 millones de rupias, unos 250.000 euros. Son donaciones en efectivo, rupia a rupia, a las que se añaden regalos en oro y plata, joyas y, de vez en cuando, animales, tierras, casas, palacios o herencias fastuosas por su patrimonio. En total, diez mil millones de rupias, más de ciento diez millones de euros, entran en la hucha de Tirumala cada año. Muchos peregrinos añaden también a su caridad un precioso regalo: el sacrificio de su pelo. La explanada principal de Tirumala acoge varias naves que ofician como peluquerías para una masiva clientela. No hay espejos, ni muebles para los peines, la colonia o el champú. Solo una larga, larguísima fila de sillones de barbero y detrás de ella un canal por el que corre con la ayuda de un hilo de agua todo el pelo recién rasurado. Se recoge una tonelada de pelo diaria, que luego se trabaja y se exporta a numerosos países, entre ellos España, para suuso en trenzados, extensiones o pelucas. En cada sillón hay un barbero, provisto de una escudilla con jabón y una navaja con la que rasura la cabeza de sus clientes en apenas tres minutos. Uno de ellos me preguntó si quería ser el siguiente. Rechacé su invitación. Me temo que aún no estoy preparado. El barbero sonrió. No entendía las razones de mi negativa. Se ofrecía a colarme y a estrenar una hoja de afeitar conmigo. Solo un tonto le diría que no.
La India es grande siempre, pero especialmente durante sus festivales. Formar parte de la cola para el oratorio de Tirumala, mezclado entre los peregrinos, bajar al Ganges durante la Kumbh Mela en Allahabad, o acompañar a los fieles del templo de Padmanbah, en Kerala, otro de los grandes centros de peregrinación del subcontinente, te transforma en una gota consciente de su medida en medio de un océano. Una sensación poderosa, que te oprime y que, a la vez, te libera y que te empuja a soñar... Y a volver. Cuando la luna de kartika te lo permita.
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