La experiencia ferroviaria, por Sergio del Molino

Disfruto de algo que ya no existe en España: la experiencia ferroviaria. En Europa, los trenes y las estaciones siguen siendo trenes y estaciones

Sergio del Molino columnista Viajar
Sergio del Molino columnista Viajar / Patricia J. Garcinuno

Voy a París en un TGV desde Hendaya. Hay otras formas de ir a París en tren, pero la que mejor me conviene es esta. He aparcado el coche en la estación donde Franco y Hitler se palmearon los lomos y he abierto un libro gordo que me dure las cuatro horas y media que quedan hasta Montparnasse. En avión llegarías antes, me han dicho, pero no es verdad. El tiempo de los aeropuertos y de los despegues son horas muertas que descuento a la vida. Las cuatro horas y media de tren a París son tiempo vivido. No sólo voy a leer con gusto un buen libro sin nadie que me interrumpa, sino que disfrutaré de los campos de la Gironda y, cuando me apee, estaré en el centro de París, a dos calles de mi hotel, sin necesidad de pelearme por un taxi que huela a establo. Si hago bien las cuentas, estoy ganando un montón de tiempo.

Además, disfruto de algo que ya no existe en España: la experiencia ferroviaria. En Europa, los trenes y las estaciones siguen siendo trenes y estaciones. No hay moles de hormigón en medio del campo, a una hora del centro de la ciudad, ni guardias ceñudos que te cachean como si fueras un delincuente, ni azafatas, ni películas cutres para atontarte. Por no haber, no hay ni pasajeros que gritan por el móvil, pero sí hay revisores con gorrita, jefes de estación con banderín y silbato y andenes que pueden pisar los acompañantes para decir adiós a los que se van y abrazar a los que llegan mientras les cogen las maletas.

Ilustración Sergio del Molino revista Viajar 510
Ilustración Sergio del Molino revista Viajar 510 / Raquel Marín

Todo ese mundo ferroviario que en España destruyó la expansión del AVE resucita mágicamente en Hendaya, y los pocos españoles que vamos en el tren nos lanzamos miraditas de incredulidad, sintiéndonos imbéciles por haber consentido que unos ministros catetos nos arrebatasen esa liturgia viajera sin ninguna necesidad. Somos el único país que ha renunciado a ella. En Francia, en Italia, en Alemania y en el Reino Unido, la alta velocidad se adapta a las redes antiguas, superponiéndose a ese sistema circulatorio de hierro diseñado en el siglo XIX y gracias al cual los europeos empezaron a darse cuenta de lo parecidos que eran y de lo cerca que quedaba todo.

Hay un dicho belga que dice que lo mejor de Bruselas es el tren de las siete a París. No hace falta cogerlo para sentir sus beneficios: con saber que hay una estación cerca que te permite escapar en cuanto el cielo de Bruselas —que tanto agobiaba a Felipe González cuando le propusieron ser presidente de Europa— pese demasiado sobre la cabeza, basta. Yo sobreviví a mi adolescencia porque sabía que en cualquier momento podía subirme a un tren a cualquier sitio, sin planear la fuga, en cuanto me diera la ventolera. No escapé nunca, pero si no hubiera tenido cerca una estación para soñar que me marchaba, el barrio me habría ahogado. Fernando Aramburu dice que la mejor vista de San Sebastián es la que vio desde el tren cuando se alejó de la ciudad con la intención de no pisarla más.

Envidio a los europeos que aún pueden tener estas fantasías ferroviarias. A los españoles nos los han quitado a cambio de nada.

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