El "volcán" y nuestra forma de vida por Carlos Carnicero

La erupción de un volcán que no te arroje la lava encima no puede convertirse nunca en un elemento de amargura.

Carlos Carnicero
Carlos Carnicero

El volcán Eyjafjallajokull ha terminado por incorporarse a nuestras vidas sin que seamos capaces de pronunciar su nombre: sencillamente nos referimos a él como "el volcán islandés". Sus cenizas condicionan nuestra existencia y se han constituido en un elemento esencial de reflexión sobre nuestros viajes.

Me llamó la atención que un pequeño grupo de españoles que se encontraban en Beijing, en el momento de la primera ofensiva del Eyjafjallajokull, estaban enojados con el cónsul español porque no les gestionaba el envío de un avión que les recogiera; pensaba yo: ¿no es un poco desproporcionado pedir un avión como si se tratase de la repatriación de unos militares fallecidos en misión exterior?

Ya no estamos educados en la cultura de la frustración y del sufrimiento: cualquier contrariedad es una catástrofe, y un retraso de una semana en el regreso de las vacaciones se constituye en acto de amargura en vez de una explosión de júbilo. Excluyo de esta afirmación las causas graves; en todos los demás asuntos de la vida, la erupción de un volcán que no te arroje la lava encima no es razonable que sea un elemento de amargura.

En Londres, sumamente afectada por este fenómeno, uno consulta Internet para ver el mapa promovido por las cenizas del Eyjafjallajokull y se adecúa al compás de la nube volcánica con el nihilismo militante de que nada es esencial salvo la vida misma.

Me contaron, y no sé si es cierto, que muchas agencias de viaje japonesas programan sus viajes de forma tan prolija que facilitan a sus clientes hasta el menú que disfrutarán en cada comida y cena de su recorrido, con un cuestionario en el que les preguntan si tienen alguna alergia o son renuentes a algún tipo determinado de comida. La tragedia salta en el desayuno en Barcelona, el almuerzo en Granada o la cena en Sevilla, cuando los espárragos, en vez de ser blancos, son verdes.

Ahora, con la presencia constante del Eyjafjallajokull en nuestras vidas, cuando salgamos de viaje por el aire nos vamos a reeducar en costumbres desaparecidas como la incertidumbre, que, además, terminará con la contradicción de una sed de aventuras que se termina cuando hay un retraso en la salida de un vuelo. Releer las experiencias viajeras de Paul y Jane Bowles o las vivencias de Jack Kerouac a la sombra de las cenizas del Eyjafjallajokull es una experiencia recomendable que nos puede introducir en la ensoñación de que volver a convertir el viaje en una aventura impredecible es ahora razonable sin necesitar excentricidades.

Recuerdo también otra anécdota relacionada con las esperas: un grupo de pasajeros de una pequeña compañía turca estaban soliviantados en el aeropuerto de Barajas porque su avión tenía un considerable retraso; como quiera que algunos me identificaron, se dirigieron a mí para ver si podía mediar con la compañía, como si los periodistas tuviéramos efectos prodigiosos en nuestras palabras. Me dijeron que el avión estaba en revisión por un problema técnico. Entonces les dije: "Les recomiendo que no presionen a los mecánicos porque salir demasiado pronto puede significar no regresar jamás".

Escribo estas líneas desde Londres, pendiente de conocer las últimas noticias de los aeropuertos cercanos, cerrados por esta nube que, en vez de ser tóxica, es sencillamente reeducadora. Además, desde las ventanas de casa contemplo cada día unos atardeceres memorables en donde la luz del sol, filtrada por las cenizas del Eyjafjallajokull, promueve unas puestas de sol imposibles en otras circunstancias. Sé que algunas personas se pueden irritar conmigo si leen esta crónica tumbados en el suelo de un aeropuerto, esperando poder partir o regresar. No tengo la culpa de que la naturaleza persista; sólo trato de sacarle partido a la vida, incluso cuando un volcán de nombre impronunciable irrumpe en nuestras vidas.

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