De insensatos ediles, por Jesús Torbado

A los ediles les gusta el turismo más que la televisión de chismes a las viejas, pero han de poner algo para mantenerlo vivaz y pródigo.

De insensatos ediles, por Jesús Torbado
De insensatos ediles, por Jesús Torbado

Una nueva carretada de individuos/as anda en estos días afilando cuchillos guijuelojamoneros, quitando polvo a los vasos del whisky Suntory Royal (no se olvide: el que se toma el señor Arenillas a cuenta de los contribuyentes en la CNMV), encargando trajes Armani y organizándose, en fin, para disfrutar del poder que nuestros votos les han regalado. Así es la democracia y las socaliñas del mando, sea grande o pequeño, siempre vienen sustanciosas. Sobre todo en esos detalles que el presidente Rodríguez en su día llamó del "buen gobierno" y que consiste en confundir lo público con lo privado, cosa que él mismo hace sin empacho, también para viajar. A muchos de esos ediles (los menos importantes, porque los de primera fila se llevan las carteras de Urbanismo, Hacienda, Economía o similares, es curioso), a muchos les tocará "el muerto" de la Cultura, la Juventud... y el Turismo. Y poco importará si saben algo del asunto o no, pues incluso uno ha conocido a una concejala de Turismo de noble ciudad norteña -la misma de la que brotó el presidente- que ignoraba el icono de las estrellas aplicadas a los hoteles. Después de dos años en el cargo.

La política funciona así, y todo el mundo lo sabe aunque no tropiece personalmente con ministros que no saben hacer la "o" con un canuto ni tampoco lo que es un canuto. De ahí viene que el pueblo soberano considere a sus políticos, a los que elige, entre la fauna que más problemas causa. A los responsables nuevos del turismo local o autonómico nadie les hará un examen sobre si saben al menos un par de cosas de ese negocio. Aprenderán enseguida a tirar la zarpa sobre el langostino, a pavonearse en la Fitur, a repartir y aceptar favores, pero es fácil incluso que se nieguen a oler la masa que se les ha puesto entre manos.

Digamos, por ejemplo, incapaces de adecuar la realidad de sus dominios efímeros a lo que predican los folletos que enseguida mandan escribir e imprimir, al palabrerío que siembran de inmediato en las radios y televisiones, previo pago. O de hermanar las bellezas que heredaron de sus antepasados -y que continúan atrayendo a visitantes de ocasión y a viajeros sensatos- con lo que imponen por obra y gracia de su ignorancia. No siempre, por descontado, pero tantas veces.

Una de las modas más estentóreas y aberrantes que uno se ve obligado a sufrir en su peregrinaje por dulces pueblos de pequeño o mediano fuste, casi siempre propietarios de rincones estupendos, es el bosque de postes metálicos enmelenados de aspas publicitarias. En La Mancha son una plaga, pero ya empiezan a contaminar territorios limítrofes, como la Extremadura monumental, incluso en la verdosa, acuática y floral comarca de la Vera, en la falda de Gredos.

En esos amplios pueblos manchegos organizados en cuadrícula, casi en cada encrucijada aparecen cuatro u ocho de esos postes coronados por un enjambre de horribles carteles que no avisan de los lugares de interés o de direcciones de tráfico (un automovilista las pasa canutas para salir de Valdepeñas, de Argamasilla, de Tomelloso). Sólo explican al viajero cómo se va a la braguería de doña Juanita, a la taberna del Claudín, a la cordelería de Colate Sánchez y a la zapatería de Julia''s. Con gran despliegue de letronas, eslóganes y colores estridentes. Tales racimos de horror tapan fachadas venerables, enmascaran torreones, destruyen paisajes íntimos.

Quizás el municipio cobre un impuesto por el reinado de esas afrentas estéticas, quizás el concejal del ramo reciba regalitos a cambio de autorizarlas, no es cosa aquí de desentrañar razones ni los orígenes de tal plaga. Cuando de palabra o por escrito se ha señalado su existencia a alcaldes y concejales, sonríen con vergonzosa culpa o se encogen de hombros. Les gusta el turismo más que la televisión de chismes a las viejas, pero se empeñan en ignorar que deben poner algo de su parte para mantenerlo vivaz y pródigo. Si les gusta la afluencia de viajeros y el dinerillo que éstos dejan, podrían al menos respetar las bellezas que les han anunciado. Tal vez en la nueva hornada de electos nos caiga alguno que se tome el turismo como algo serio y fecundo, no de personal entretenimiento y provecho.

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