Damasco, por Javier Reverte

La hermosa Damasco ha guardado sus tradiciones al mismo tiempo que ha adoptado las costumbres occidentales.

Damasco, por Javier Reverte
Damasco, por Javier Reverte

No conocía Damasco hasta hace un año, algo que desde luego debe de resultar imperdonable. Pero aquí sí que vale el dicho de que nunca es tarde si la dicha es buena. Y la dicha es inmensa después de haber permanecido durante algo más de una semana, a solas, descorriendo los cortinajes de esa hermosa ciudad de Oriente que, sin poseer la inmensa vitalidad de El Cairo ni la rutilante belleza de la vehemente Estambul, es una de las joyas del universo musulmán. Damasco, además de eso, ha permanecido cerrada en sí misma durante décadas por razones políticas, y ahora que vive días de tímida apertura, merece la pena acercarse hasta ella y levantarle un poco los faldones. Verla hoy es como ser joven y tener la suerte de poder descubrir los encantos de una virgen tímida.

Lo mejor de la urbe se concentra en la llamada Ciudad Vieja, en donde a su vez se forma el dédalo de callejas que forman zoco y en donde se encuentra la fastuosa mezquita de los Omeyas. Es un espacio que me recuerda al Stone Town de Zanzíbar, aunque de mayor tamaño. En las viejas ciudades musulmanas, cristianas y judías todo se encontraba cerca de tu casa: templos, mercados, cementerios e, incluso, prostíbulos. Es algo que destacaba Cavafis cuando hablaba de las ventajas de tener su hogar enclavado en el casco histórico de Alejandría: cerca de una casa de rameras en donde pecar, no lejos de una iglesia en donde ponerse en paz con Dios, junto a un hospital en donde morir y en las proximidades de un camposanto en donde ser enterrado.

Damasco, que es una de las ciudades más antiguas del mundo -se dice que ha sido habitada en forma permanente desde hace cinco mil años-, ya está citada en la Biblia y la llamada calle Recta de su zoco, que hoy tiene otro nombre, aparece en el libro santo. Lo bueno es que sigue tan viva como entonces, aunque los edificios que la flanquean hayan cambiado al paso de los siglos. Ahora la cierran numerosos comercios, muchos de ellos de orfebrería en plata y oro y otros de calderería de cobre, con lo que se ha convertido en una calle que, al atardecer, cuando las tiendas se iluminan con la luz eléctrica, refulge. Por cierto, que la calle no es en absoluto recta sino que tiene frecuentes esquinazos. Mark Twain, en uno de sus libros de viajes, decía que San Lucas ya se refería a ello en su Evangelio con cierta ironía, en lo que el escritor señalaba como el único apunte de humor que se puede detectar en la Biblia. Téngase en cuenta, por otra parte, que eso lo dijo el escritor americano que más se rió de la religión.

Damasco ofrece al visitante algo singular: la armonía entre dos mundos diferentes. De un lado está la ciudad tradicional, aferrada a la fe y a las costumbres musulmanas; y del otro, una juventud nacida de una revolución de corte socialista en la que imperaba un sentido de corte occidental de las costumbres. Quiere decirse que, en las calles, puede uno cruzarse con mujeres ataviadas con el chador negro de pies a cabeza que caminan junto a jóvenes muchachas con jeans y cabellera libre al viento. En los cafetines, esas mismas jóvenes se sientan de igual a igual junto a los muchachos y fuman con ellos las pipas de agua, el popular narguilé.

Otra liberalidad que se permite esta ciudad gobernada por una estricta dictadura es la apertura de sus mezquitas a los extranjeros. De la misma manera que en Marruecos echan de los templos, a cajas destempladas, a cualquier extraño que no pruebe ser musulmán, en Siria le abren los brazos. Sólo exigen dejar en la entrada los zapatos y a las mujeres enfundarse una especie de hábito con capucha para la cabeza. La liberalidad es tal que, cuando no hay servicio religioso, los visitantes pueden incluso hacer fotografías en el interior del templo y en el gran patio central.

Así que Damasco, además de hermosa, es fácil para el viajero europeo. Porque guarda sus tradiciones al mismo tiempo que ha adoptado las nuestras. Es un destino mucho más relajado que el estricto Irán, por ejemplo, o que la peligrosa Argelia, y si me apuran, más incluso que el puritano Marruecos. Buen viaje, pues, amigo lector, e "¡Inshalá!". No se arrepentirá si va por allí.

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