La cultura es la cultura, por Javier Moro

"En realidad, las culturas no evolucionan, cuando se mezclan surge una nueva, con rasgos de las anteriores, pero únicas en su esencia"

Javier Moro nueva foto
Javier Moro nueva foto / Javier Moro

Hay algo fascinante en el concepto mismo de cultura. Cuando desde mi cabaña en Extremadura voy a comer a Portugal porque allí es una hora menos y todavía están abiertos los restaurantes, no solo recorro 20 kilómetros en 15 minutos por un paisaje que no cambia. Me dirijo a un lugar que tiene la misma vegetación y clima, poblado de gente católica en su gran mayoría, físicamente iguales a los de este lado de la frontera. No hay una valla que nos obligue a detenernos para pasar de un país a otro. Sin embargo, es otro mundo. Portugal no es España. El ambiente es distinto, el nivel de ruido en los establecimientos públicos es bastante más bajo, el idioma es otro. Aparentemente nada cambia, pero todo es diferente. Porque las creencias, las costumbres, los saberes y las pautas de conducta de los portugueses —eso que llamamos cultura— son distintos a los nuestros.

Las culturas que mejor sobreviven son las que se adaptan manteniendo su idiosincrasia. Japón, por ejemplo, o Corea son sociedades orientales y ahora también occidentales. En realidad, las culturas no evolucionan, cuando se mezclan surge una nueva, con rasgos de las anteriores, pero únicas en su esencia. La cultura coreana moderna, con el k-pop, los mangas y el cine, está tan lejos o más de la sociedad tradicional que de la sociedad consumista. Que las culturas estén en perpetua ebullición y transformación hacen que viajar sea siempre fascinante. Ahora no atrae tanto lo arcaico, que casi ha desaparecido, como la manera en que lo moderno se infiltra en las sociedades tradicionales. Vamos por el mundo viendo como otros han asimilado el futuro, y así nos comparamos.

La cultura, Javier Moro
La cultura, Javier Moro / Raquel Marín

A nivel individual, la mezcla de culturas produce seres híbridos. Yo soy un individuo bicultural, criado en España de padre español y madre francesa. Me siento muy de mis dos países, —muy orgulloso de ambos— y no siempre es fácil porque los valores no son idénticos, a veces son contradictorios. En mi caso, me desenvuelvo bien entre ambos mundos, sé que si me invitan a cenar a una casa en París, a las 12 de la noche estaré en mi cama durmiendo, y si es en Madrid, será a las tres de la madrugada, por poner un ejemplo. Lo curioso es que la personalidad cambia según la cultura en la que uno se desenvuelve. El idioma y todo lo que conlleva —el lenguaje facial, los gestos, los modismos— influyen en la manera de pensar, de actuar y de comportarse. Es como si uno acabase desarrollando dos personalidades.

Un amigo angloespañol vocifera cuando habla castellano y susurra cuando lo hace en inglés. Una amiga hispano-norteamericana se viste distinto según se encuentre en EE. UU. o en España. Mismas personas, comportamientos diferentes. Y es que a las personas nos pasa como a las culturas, que acabamos por ser otra cosa. Los biculturales no casamos totalmente ni en un sitio ni en otro, siempre somos un poco extranjeros. A algunos les resulta incómodo. A otros nos parece una ventaja porque esa distancia permite ver el mundo desde varios puntos de vista. Además, sentirse un poco extranjero en tu propio país da la sensación de estar siempre de viaje.

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