Ciencia ficción, por Espido Freire

"El viaje actual se vive como un videojuego en el que se pasan pruebas y se adquieren puntos, y nunca se pierden bonus"

Ilustración Espido Freire

Espido Freire. 

/ Kike Lucas

Leía el otro día el diario de un escritor romántico, un autor inglés menor, que como todo niño bien de su tiempo había completado su educación con un viaje por Europa, y que huía de los que ya entonces eran destinos tópicos y masificados. Así, buscaba el encuentro con la naturaleza, que describía de una manera un poco ampulosa, cursi incluso, pero con una pasión que hemos perdido. Aquellos jóvenes autores forjaban un lenguaje nuevo para relacionarse con el mundo, y lo encontraban en lo que todavía les parecía auténtico, con una mirada parcial, clasista, pero absolutamente rompedora.

Esos diarios carecen a menudo de valor literario, pero son documentos interesantísimos, testigos de lugares y de usos ya desaparecidos, y que nos permiten conocer tanto lo que veían sus autores durante el viaje como la sociedad de la que venían y renegaban. Muchas veces se escribían para mitigar las esperas o el aburrimiento, las jornadas de lluvia, o los cambios de rutas por una guerra, una cuarentena inesperada o una inundación que arrasaba los caminos en Francia o Alemania. Surgían romances o se rompían, se interrumpían en un punto para convertirse en residencias permanentes, o en recuerdos que inspirarían el resto de la vida y de la obra.

Libros imposibles ahora, en los tiempos en los que el viaje se ha confundido con el destino, y en que el proceso de trasladarse de un lugar a otro se intenta abreviar todo lo posible, porque se considera una pérdida de tiempo. De dinero. Hojarasca. Un prólogo innecesario para la historia real.

De hecho, muchos libros de viajes, y todas las novelas que obligan al personaje a moverse, priman la acción sobre cualquier otro descubrimiento: el viaje se reduce a un cambio de escenario, como si todo ese farragoso proceso de documentos, maletas, previsión, planes y reservas fueran prescindibles, incluso odiosos. El viaje no es ya una narración, sino una sucesión de imágenes, en las que el paisaje impresionante o el monumento ya fotografiado mil veces sustituyen el rincón nuevo o la experiencia improvisada.

Son viajes que aspiran a conseguir la teletransportación, el chasquido de dedos que permita, como al genio de la lámpara, aparecer y desaparecer. En el espacio e incluso en el tiempo. Trayectos que evitan que el viajero se aburra, que se llevan a cabo en un parpadeo, hibernando o con una bilocación que permite, como a los santos de antaño, que alguien lleve a cabo su vida al tiempo que recuerda o se traslada en otro plano y en dimensiones ajenas. Viajes sin contacto con nadie, en cápsulas, coches o helicópteros, asépticos, viajes espejo que reflejan a quien los contrata o les devuelve el reflejo exacto de lo que desea ver, más cercanos a la ficción que a la experiencia.

Creo que no solo se debe a una narrativa diferente de quienes nos cuentan qué significa viajar, y a dónde hay que hacerlo, sino al convencimiento general de que ya conocemos de antemano qué deseamos ver y, sobre todo, cómo deseamos sentirnos: a diferencia de los turistas privilegiados de hace dos siglos, que anhelaban que le sorprendiera un barranco, la tormenta imprevista en un camino abrupto, un atardecer de sangre y niebla, el tocado aparatoso de una campesina, el viaje actual se vive como un videojuego en el que se pasan pruebas y se adquieren puntos, se encuentran recompensas y, por supuesto, nunca se pierden bonus. El viaje finaliza como una pantalla superada más, con una emoción nueva pero poco duradera, y que no amenaza nada de lo que tenemos, nada de lo que damos por hecho ni hemos establecido. Y no digo que eso sea malo: pero dudo de que sea un viaje.

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