Un centenario, Javier Reverte
La botella Coca-Cola cumple cien años. No creo que exista una marca más familiar entre los productos de consumo.

Un objeto de consumo que pasa un siglo junto a nosotros es casi un cálido ser al que reconocemos mejor por los sentidos que por el nombre: lo vemos, lo olfateamos, lo saboreamos..., es algo vivo, casi un ser con naturaleza propia. Lo digo porque acabo de leer en un periódico quela botella de Coca-Cola, ese diseño con curvas algo femeninas, cumple cien años. Lo hará este 2015 y lo inventó un tal Alexander Samuelson. Y yo, que no soy en absoluto consumidor de esta bebida -por la sencilla razón de que su alto contenido en cafeína me quita el sueño-, la reconozco como parte de mi vida, una suerte de ser que viene cabalgando a mi lado a lo largo de toda mi existencia. No creo que exista ninguna marca tan añeja ni tan familiar entre los muchos productos de consumo ingeniados por el hombre. Y si las formas sinuosas de la botella podemos dibujarlas de memoria, lo mismo nos sucede con sus latas, creadas en la II Guerra Mundial por el ejército norteamericano para enviar la bebida a los frentes de combate. A una lata de Coca-Cola la distinguimos de todas las otras desde la distancia: no sé cuál será el nombre de su color rojo -¿rojo escarlata?, ¿rojo grosella?-, pero es inconfundible visto desde la distancia.
Yo creo recordar que su consumo comenzó en España en los años 50 del pasado siglo, cuando terminó el bloqueo de la España franquista impuesto por las potencias vencedoras del conflicto mundial. Y pronto se convirtió en una bebida popular. Lo curioso es que a la bebida se la identificó con su patria de procedencia, los Estados Unidos, y en cierta forma identificada con el llamado "imperialismo yanqui". Por los años 50, los sectores más radicales y nacionalistas del régimen de Franco, el falangismo, detestaban tanto a los Estados Unidos como a la URSS, ya que unos interpretaban el papel de los abanderados de la democracia y otros simbolizaban el liderazgo del comunismo ateo. Recuerdo una canción falangista de la época, cuando se firmaron los primeros acuerdos de alianza militar entre Washington y Madrid, una canción cuya letra decía así: "Con el pacto americano, no tenemos que temer: tomaremos Coca-Cola, en vez de tomar café...".
Una vez, en un poblacho africano perdido en las costas del Índico, me encontré con un viajero australiano en un chamizo carente de luz eléctrica en el que servían bebidas enfriadas con barras de hielo. El australiano apuraba una Coca-Cola y me hizo señas para que me sentara a su lado. Conversamos un rato y, en un momento de la charla, me dijo: "Me he encontrado en muchos lugares en el mundo en donde no hay agua corriente ni luz eléctrica...; pero siempre aparece un camión que trae coca-colas".
He visto anuncios publicitarios de la bebida entre las ruinas de las casas bombardeadas de Sarajevo en 1993. Los he visto en las sabanas de África Oriental, en las estaciones de trenes más remotas de la India, en los barcos que remontan los ríos del tercer mundo, en el desértico sur argelino, en el Ártico... Incluso hubo un tiempo que los fotografiaba porque me producían cierta perplejidad.
Y es curioso: lo que nunca veía eran esos chicos y chicas tan guapos que protagonizan los anuncios del refresco. ¿De dónde los sacan?, ¿no son acaso irreales? Pero un día me encontré con ellos. Fue en Beirut, la ciudad en donde las calles exhiben a raudales la belleza de una juventud que, como a la Coca-Cola, ni las guerras logran derrotar.
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