Un café en Jartum, por Luis Pancorbo

El café jabana de Jartum nada tiene que ver con los expresos de Italia o con los negros de Colombia.

Un café en Jartum, por Luis Pancorbo
Ximena Maier

El calor te envuelve en Jartum como si fuese un albornoz, pero lo que te despierta, y no sé si también aviva el seso, es el jabana, el maravilloso café sudanés servido en cualquier rincón a la sombra donde una señora pone unos escabeles para los parroquianos. Se toma el café en dedales y queriendo haces que te pongan en la mesita liliputiense un sahumador con resinas perfumadas, mirra me parece detectar entre ellas. Respecto al café, nada tiene que ver con los expresos de Italia o con los negros de Colombia. El café sudanés lleva pimienta. Con eso vas bien servido. Otras veces, además, ¿era jengibre lo que te daba un latigazo aparte del cardamomo?

He ahí un señor café, el jabana de Jartum, sin desmerecer a otros de Eritrea o de Yemen también llenos de especias. El sudanés te cuesta dos libras, unos veinte céntimos de euro. Así que con un café con pimienta, y luego otro, no te puedes quejar de Jartum, sin viento, sin lluvia, sin las crecidas del río que se dan en verano. Todo es tan suave como ver el encuentro del Nilo Blanco y el Nilo Azul. Cuántas veces no te habrás topado con esos nombres que llenan los relatos de Baker, de Burton, de tantos y tan verídicos cronistas. Por fin has llegado a Al Jartum, "trompa de elefante" en árabe, comprobando cómo el agua ancha y gris del Nilo Azul (el que nace en torno al lago Tana de Etiopía) cruza la capital sudanesa con su andar majestuoso, mientras, escorado a su izquierda, fluye el Nilo Blanco, el que nace en el lago Victoria. O más allá, en un enigma revisado en el año 2006 por McGrigor y otros británicos, que se arrogaron haber añadido 107 kilómetros al río Nilo haciéndolo nacer en la selva ruandesa de Nyungwe. De momento, el Nilo tendría 6.853 kilómetros, de sobra para ser el más largo del planeta.

Pues bien, fuera de timbales y alharacas, los dos Nilos se juntan en un lugar de Jartum llamado Al Mogran, es decir, La Confluencia. Y se ensamblan sin choques ni espumas, sin generar colores, ni nada parecido al encontro das aguas del Solimoes (Amazonas) y el río Negro en Manaus. La de Jartum es una transfusión incolora, indolora, inodora, silenciosa. Sin crear remansos, rectificaciones, ni caracoleos, los dos ramales forman el caudal del Nilo, el Nilo a secas, se podría decir, y así va lamiendo el siguiente tramo de la ciudad, el de Ondurman, donde puso su capital el Mahdi y su sucesor, el califa Abdulah. Esa es la otra parte de la historia, y la que llena de orgullo a los sudaneses, pese a que el movimiento mahdista acabase derrotado por Kitchener y el país quedara en manos directas inglesas más de medio siglo.

La historia de Gordon Pachá, el gobernador de Jartum, asociada al asedio de la capital y a su propia muerte, es la que descuella en la memoria lectora al visitar la capital sudanesa. Unos lo tienen almacenado en el disco duro del cerebelo (si no en el hipocampo) gracias a la película Khartoum (1966), de Basil Dearden, que tiene toda esa ingenuidad de los blancos contra los negros, los cristianos contra los musulmanes, y demás clichés, pero que para que triunfe lo primero tiene el problema de que el sutil Laurence Olivier (en el papel de Muhammad Ahmed, el Mahdi) es más convincente que el leñoso Charlton Heston (que encarna a Charles Gordon). La figura de Gordon de Jartum, y su muerte en las escaleras del palacio del gobierno, tuvieron tintes de tragedia de Shakespeare. Se le llegó a comparar con un San Jorge. La prensa inglesa gritaba en sus titulares: "¡Salvad a Gordon!", para que el gobierno enviase tropas y le librara del sitio de Jartum. Se hizo, pero demasiado tarde. La avanzadilla de la expedición de rescate llegó el 28 de enero de 1885, dos días después de que a Gordon le hubiesen alanceado, zaherido, escarnecido y cortado la cabeza.

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