Caerán los cielos, por Jesús Torbado

Se debe dar marcha atrás en todo lo que se pueda para no perder los paisajes que amamos y que no se pierdan para nuestros descendientes. Comencemos a viajar a pie, a ahorrar energías, a no tirar latas y botellas al borde de las carreteras.

Caerán los cielos, por Jesús Torbado
Caerán los cielos, por Jesús Torbado

Aquello que tanto temían los valerosos compañeros de Astérix y de Obélix, lo único que en verdad temían, parece que está a punto de suceder. No la propia caída de los gratos cielos sobre sus cabezas y las nuestras, no incluso ese gigantesco meteorito que enloquecido vuela por encima de nosotros, sino el auténtico final del mundo o de una parte de él a causa de lo que van llamando cambio climático. Un apocalipsis con fecha imprevista, aunque no lejana. La hermosa tierra hundida bajo millones de toneladas del abominable CO2 que fabricamos con tanta irresponsabilidad como alegría. Incluso un oportunista político norteamericano, Al Gore, aprovechaba la coyuntura, cuando se preparaba el cuco para regalarnos su canto, para hacerse publicidad personal e interesada, con gran contento de los coristas de siempre, y hasta parece que ya convenció a nuestro insólito jerarca Zapatero para que le entregue unos milloncejos de nuestros impuestos, en su afán -el de Zapatero- de pasar a la historia como magnánimo y amigo de hacer mercedes (a cuenta de los demás, no de su bolsillo).

Como la campaña ha resultado dura, aterradora, probablemente exagerada, hay gente que ya se está preparando, incluso en el campo de las economías turístico-viajeras. No es para menos, desde luego. Una prestigiosa compañía de seguros británica llamada Churchill ha recibido ya los resultados de una investigación realizada por un llamado Centre for Futur Studies, que suena a cosa muy seria.

Según esa investigación, antes de que transcurran quince años, que siguen siendo menos que nada, según el tango ilustre de Gardel y LePera, una parte muy notable de las grandes maravillas viajeras, aquellas que atraen cada año a millones de visitantes, se va a ir al garete. Oído el trágico enunciado, lo primero que a uno se le ocurre es echarse a llorar y, de inmediato, pedir cinco años sabáticos y un buen crédito, correr a una agencia de viajes cercana y comprar billetes en firme para un montón de destinos ya perecederos.

Los aguafiestas mayores incluso han preparado una lista no exhaustiva de gloriosas joyas que se perderán. Produce desazón tan sólo mencionarlas. Se avecina la desaparición de la Gran Barrera de coral extendida frente a las costas de Queensland, en Australia; se inundará todo el valle de Katmandú, ese prodigio; se borrarán del mapa Atenas, el parque nacional de Everglades, en Florida, toda Toscana (Florencia incluida), la costa Amalfitana, con Nápoles; toda la larga franja marítima de Croacia, empezando por Dubrovnik; desaparecerán, claro, las planas islas Maldivas y todos los sueños de luna de miel que cobijaron, además del suntuoso sur de la India... Y mejor no extender el mal agüero a España: islas, ciudades y ese monstruoso litoral de las vacaciones. Tormentas, inundaciones, lustros de sequías y la misma mudanza de las temperaturas alterarán por completo las costumbres viajeras y vacacionales. Muchos países perderán los ingresos turísticos con los que hoy se mantienen a flote. En cierto modo, apenas habrá adonde ir. Y donde quedarse.

Produce pavor pensar en ello, aun cuando mantengamos la esperanza de habernos ido nosotros de aquí antes de que ocurra semejante catástrofe. Será aproximadamente en el año 2020, según aquel citado informe, que está avalado por científicos, gobiernos y organismos medioambientales. Claro, de los gobiernos en sí mismos -véase el nuestro- ya no se fía casi nadie, después de tantos siglos de experiencia. De los llamados organismos, que son siempre brazos de esos gobiernos, menos. En cuanto a los científicos, hay miles que ya se han equivocado en materias fundamentales, por lo que sería torpe poner en ellos toda nuestra confianza.

Las profecías sólo pueden discutirse a posteriori. Suicidarse ante sus avisos y sus ecos, como tantos han hecho y siguen haciendo, es propio de cretinos y de fanáticos. Si ahora gente responsable trata de meternos miedo, bien está, muchas gracias: pongamos el oído junto al parche y remojemos nuestras barbas. Se debe dar marcha atrás en todo lo que se pueda para no correr el riesgo de perder tantos milagrosos paisajes que amamos, y que no se pierdan para nuestros descendientes. Comencemos a viajar a pie, a ahorrar energías, a no tirar latas y botellas al borde de las carreteras. Ni colillas en los matorrales o junto a la acera de estacionamientos de coches. De ahí, en adelante.

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