"Cadaqués, el tiempo encapsulado", por Carlos Carnicero

El tiempo parece estar encapsulado en Cadaqués, un zoroástrico rincón donde las liturgias se consagran a la estabilidad de las cosas para que permanzcan intactas.

"Cadaqués, el tiempo encapsulado", por Carlos Carnicero
"Cadaqués, el tiempo encapsulado", por Carlos Carnicero

La esencia de Cadaqués se soporta en una realidad simple: la villa está escondida al final de un camino agreste, que serpentea durante interminables kilómetros, y no conduce a ninguna parte. Esta circunstancia de aislamiento ha hecho de Cadaqués, desde épocas remotas, un enclave solitario accesible casi exclusivamente por mar. El resto es sólo la mixtura del Mediterráneo más azul, una bahía protectora de tramontanas y mistrales a la sombra de Cap de Creus y una ciudad construida -para defenderse de corsarios y piratas- en lo alto de una roca que se desparrama por callejuelas estrechas hasta establecer un pacto permanente de amor con cada una de sus pequeñas calas.

En el atardecer del verano, cuando los domingueros se han ido después de auscultar las huellas de Dalí, en el entorno de Port Lligat, los cadaquitas emergen de sus guaridas: son una especie que se instaló aquí en los años treinta, apuntalando la existencia de los nativos del lugar, los cadaqueses, y todavía no se ha ido. He deducido que en realidad los cadaquitas son una secta de cuyos códices ocultos no se tiene conocimiento preciso. Sólo se sabe que su comportamiento se rige por el conjuro iniciático de un puñado de familias de la burguesía barcelonesa para ocupar la tierra de esta ínsula de libertad, al objeto de que nadie pudiera destruir el concepto básico de Cadaqués, que es persistencia nostálgica de otra época.

El tiempo está encapsulado en este zoroástrico rincón, donde las liturgias se consagran a la estabilidad de las cosas para que permanezcan intactas. Acceder a esta hermandad, ahora, es casi imposible porque los derechos se heredan por familia y sólo se permite acercarse a estos arcanos por vía de la sangre. Es cierto que la ciudad es tolerante con la infidelidad de quienes se fueron si el retorno se hace con humildad y sin aspavientos. Los nuevos ricos se acercan al calor de estas leyendas, pero no logran integrarse porque se sienten incapaces de la comunión íntima con esta atmósfera; los extraños no pueden creer que las cosas, aquí sean tan elementales. Por eso tienden a encubrirlas con un halo de sofisticación. Nada más falso. Cada cosa es como se muestra. El precio de la tierra también espanta a los advenedizos porque la escenografía no tie- ne relación con el mármol de Carrara ni con las alfombras de Isfahan; el lujo, en Cadaqués, es más sutil: está diluido en el horizonte que se vislumbra más allá de Es Cucurucuc, la isla escarpada que es el epicentro de la bahía. El mar siempre es protagonista. Cuando la tramontana se instala y las burbujas de agua y viento acomodan la vista a un paisaje inestablemente bello, ningún habitante se inquieta por esta persistencia que para otros humanos resultaría inhabitable. Acomodan su alma a la incertidumbre del viento y esperan que la inclemencia amaine. Si la mar está en calma, entonces descansan los ojos sobre la línea del horizonte.

Cadaqués es una apuesta estética inamovible. La elegancia también es distinta. Flota sobre la edad de unas mujeres que siguen siendo hermosas, asentada su belleza en la prolongación de sus cabellos desteñidos por el sol mediterráneo que se empatan con las arrugas del rostro, hasta parecer naturales. La vejez es un concepto dinámico porque nunca se es lo suficientemente anciano como para llamar la atención, si uno acomoda su aspecto a esta circunscripción de cuya fundación no hay noticia precisa.

Durante el día, los habitantes de esta colonia secreta se mueven sigilosos, descendiendo en ciclomotores con una cesta de mimbre colgada al hombro para hacer los últimos mandados. El abastecimiento es la coartada necesaria para descender de sus refugios. Bajan de sus mansiones discretas, que sólo ocultan los lujos imprescindibles para resaltar la naturaleza de un paisaje imperturbable hasta hacerla confortable. Compran el pan y los periódicos del día para luego regresar a sus cubiles. Desde sus casas, en lo alto de las lomas, no se siente el bullicio de los turistas y el entorno aparece desierto. En este rincón el placer se encuentra en la exclusividad de poseer un trozo de tierra encajado en un escenario que no puede dilatarse en ninguna longitud; Cadaqués tiene unas dimensiones precisas, atrapadas en el pacto suscrito cuando todavía Buñuel, Dalí y García Lorca creían que España era un país confiable que les iba a permitir la inmortalidad en su propia tierra.

Antes de macharme descubrí otra ramificación de su misterio: algunos vigilantes de la pureza de este conjuro envejecen en las mesas del club náutico. Se les ve desayunando en agosto ataviados con shorts de exploradores de sus sueños, con una cabellera larga blanca y gris que les delata la edad escondida en sus simulaciones conductuales y fingiendo unas ocupaciones que no tienen: sólo custodian que no cambie nada mientras representan que leen La Vanguardia, que es el mismo periódico reciclado desde hace 70 años. Pensé que tal vez con un entrenamiento en la observancia prolongada de estos fenómenos, pueda llegar a descifrar las claves que me permitan acceder a ser cofrade de la posesión de estos misterios. Entonces, sólo me faltará el dinero para comprarme una casa en Cadaqués.

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